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El sufrimiento, ¿un bien o un mal para la persona?

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Dimensione Speranza - publicado el 01/04/14
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No es una fatalidad ni un castigo, viene del amor y lleva al amor

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El sufrimiento es compañero inseparable de toda existencia humana.

Existe el sufrimiento físico del cuerpo, con la experiencia de la enfermedad, del desgaste físico, de la muerte.

Existe el sufrimiento moral del alma, más desgarrador que el físico, causado por la ingratitud, el abandono, la traición, la marginación, el desprecio y aún más por las propias culpas.

Existe el sufrimiento psicológico, que a menudo es el corolario del dolor físico y del dolor moral, y que se manifiesta bajo forma de tristeza, desilusión, pesimismo, desánimo, depresión.

A veces además, estas distintas formas de sufrimiento se sobreponen una a otra hasta transformarse en verdaderos flagelos sociales, como en el caso de las calamidades naturales, las epidemias, las catástrofes, el hambre y la guerra.

¿Qué decir del exterminio de millones de judíos en los lager nazis, de las bombas atómicas lanzadas sobre Hiroshima y Nagasaki, las limpiezas étnicas, del abuso de millones de niños inocentes?

Todas estas formas de sufrimiento no son otra cosa que aspectos particulares del problema más general del “mal”, que consiste en ser privados de un bien, del cual se debería disponer según el orden normal de las cosas.

Frente a estos dramas, la razón humana no puede dejar de preguntarse: ¿por qué existe el mal, el sufrimiento? Si existe un Dios bueno y omnipotente, ¿por qué no interviene? ¿Dónde estaba Dios en Auschwitz?

El drama del mal, en particular del sufrimiento de los inocentes, es un problema tan antiguo como el hombre.

Con él se han confrontado hombres de ciencia y de cultura, filósofos y artistas, no creyentes y creyentes, de todas las creencias, de todas las generaciones y de todas las naciones.


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Pero a pesar de los esfuerzos, la razón por sí sola nunca ha logrado ni logra aún encontrar una respuesta satisfactoria, sino que como mucho consigue formular hipótesis y explicaciones insatisfactorias y frágiles.

Y sin embargo, percibimos que lo que de una manera u otra tiene que ver con la vida humana, sin excluir los elementos que nos parecen negativos, debe tener un significado. ¿Cuál?

Existe una Palabra dirigida a la humanidad y contenida en el Evangelio. Esta Palabra ilumina el misterio de la presencia del mal en el mundo y no duda en afirmar que incluso el dolor, a pesar de cualquier apariencia contraria, tiene un significado, un sentido misterioso pero real.

Para poder disfrutar plenamente de la luz de esta Palabra, es necesario aceptarla con fe; sin embargo, también quien no cree puede encontrar en el Evangelio una ayuda para llegar a dar un sentido al sufrimiento, aunque este siga siendo un misterio.

Cualquier persona puede sentirse interpelada por el mensaje cristiano de redención del dolor, de la injusticia y de la pobreza.

Lo reconocía así un conocido filósofo no creyente, el profesor Salvatore Natoli: “Toda la lógica [evangélica] de la atención a los últimos, el tema de hacerse cargo de los demás, de luchar contra la pobreza, de liberar a la humanidad de las dimensiones más tremendas del dolor […], el tema cristiano de la redención como tal es interesante y también uno que no cree debe tenerlo en consideración”, pues ayuda a encontrar una respuesta a preguntas que todos nos planteamos: “La atrocidad del mal – que es un tema que atraviesa todas las religiones – ¿puede ser tolerada o es algo de lo que hay que hacerse cargo? Y, también, ¿el mal es un mal inducido por la maldad de los hombres o es un mal natural? Son todas preguntas que apelan a una redención y a una salvación y sobre las que el diálogo [entre creyentes y no creyentes] es necesario” (1).

Por ello, al reflexionar sobre si el sufrimiento es un bien o un mal para el hombre, consideramos que la mejor manera de afrontarlo es integrar las respuestas insuficientes de la razón humana con la luz que el Evangelio arroja sobre el drama del dolor y del mal.

Es exactamente lo que hizo Juan Pablo II, dedicando una carta apostólica al tema para iluminar el sentido a la vez sobrenatural y humano del sufrimiento:

Es sobrenatural – escribe el Papa – porque se arraiga en el misterio divino de la redención del mundo, y es, igualmente, profundamente humano, porque en él el hombre vuelve a encontrarse a sí mismo, su propia humanidad, su propia dignidad, su propia misión” (2).

Por tanto, gracias al encuentro entre la razón y la fe es posible llegar a comprender en cierta medida el sentido del sufrimiento; éste: 1) no es una fatalidad; 2) no es un castigo; 3) sino que viene del amor y lleva al amor.

1. No es una fatalidad

Existe un proverbio popular, muy difundido: “No cae una hoja sin que Dios lo quiera”. Y se aplica a los casos más diferentes: a un accidente de tráfico, a un encuentro equivocado, al descubrimiento de un tumor u otra enfermedad.

Pero las cosas no son así. El mal no es una fatalidad, ni una maldición.

Es verdad, hay toda una serie de acontecimientos naturales “negativos” que no dependen de la libertad humana – terremotos, inundaciones, enfermedades, muertes repentinas -, pero hay que admitir que en muchos casos, estos eventos negativos son favorecidos o causados por la irresponsabilidad de los hombres, los cuales, en lugar de tutelar y respetar la naturaleza, la destruyen culpablemente.

La vida, en particular la humana, y el mundo son ciertamente maravillosos. Pero son realidades creadas. Ahora, todo lo creado es finito, limitado, no puede ser perfección absoluta. Esta existe sólo en Dios. Hasta aquí llega la razón humana.

Por su parte, la fe confirma que Dios ha creado el mundo con amor infinito, pero la creación, precisamente por serlo, no puede ser sino limitada y finita, aunque esté destinada a la divinización.

En realidad, la creación es incompleta por naturaleza, y se renueva día a día. El hombre y la naturaleza viven en estado de parto, según la eficaz imagen de san Pablo.

También los Padres de la Iglesia consideraban los “gemidos” de la naturaleza como los gemidos del parto, de la vida nueva que nace: el llanto de los animales, los sufrimientos de la humanidad, los desastres naturales, las enfermedades y la muerte… no son una maldición, sino el gemido de la creación que anhela la redención (cfr Rm 8, 19-23).

Son el signo de que la creación del mundo aún no ha terminado, sino que tiende a su realización; cuando la creación se complete, tendremos “cielos nuevos y tierra nueva”, donde “la muerte no existirá. No habrá más luto, ni llanto ni dolor” (Ap 21, 1.4).

Por tanto, los males físicos, las enfermedades, las malformaciones genéticas, las injusticias no son signo de que Dios está ausente o lejano, sino que manifiestan la incapacidad de las criaturas, mientras están en camino, de poder acoger el don total de Dios que podrán recibir al final de la historia.

Nuestro mundo está aún en construcción, la creación aún no está terminada y el hombre es co-creador con Dios.

El mundo aún no ha alcanzado su perfección, ni el fin al que ha sido destinado en el designio salvífico de Dios.

Poco a poco, entre muchas contradicciones y pruebas, entre avances y desilusiones, la humanidad de siglo en siglo se acerca a su último término, cuando “Dios lo será todo en todos” (1Cor, 15, 28).

En consecuencia, los límites de la creación, los cataclismos, las desgracias marcarán siempre el camino de la humanidad hacia el Reino, porque el mundo, siendo una realidad finita y creada, no puede, mientras está en camino, recibir la plenitud de la vida, que será el don último y completo que recibirá de Dios.

En otras palabras: los acontecimientos negativos (el dolor, el mal, el sufrimiento) son inevitables en la historia de la humanidad, porque forman parte de la finitud de la creación en camino.

Pero no son el fin último, no son fines en sí mismos, sino que adquieren significado en la perspectiva de la perfección final, a la que también la creación está destinada: “Sabemos que cuando se desmorone la tienda de nuestra casa terrena, recibiremos de Dios otra morada, una casa no construida por manos de hombre, eterna, en los cielos” (2Cor 5,1).

La Palabra nos habla de una misteriosa pero real transformación del universo. La resurrección da sentido no sólo a la vida humana, sino también a la creación.

En conclusión, del encuentro entre razón y fe podemos comprender que el sufrimiento no es una fatalidad, ni una maldición; es en cambio la condición para que la criatura, aceptando los límites de su propia finitud, los supere en la plenitud de vida en Dios que anhela y a la que está destinada.

El dolor, es decir, la experiencia de la propia finitud, por tanto, no es sino una etapa en el camino de la humanidad y del mundo hacia la realización plena, hacia el encuentro transfigurador con Dios Creador y Padre.

2. No es un castigo

En segundo lugar, el sufrimiento no es un castigo, como comúnmente la gente piensa. El Evangelio lo dice explícitamente. Jesús, hablando un día sobre las personas aplastadas por la torre de Siloé, comentó así este hecho doloroso: “esos 18, sobre los que cayó la torre de Siloé y los mató, ¿creéis que eran más culpables que todos los habitantes de Jerusalén? No, os digo”(Lc 13, 4s).

Y otra vez en que los discípulos, refiriéndose al ciego de nacimiento curado por él, le preguntaron: “Rabí, ¿quién ha pecado, él o sus padres, para que naciese ciego?” Jesús respondió: “Ni él ha pecado ni sus padres, sino es para que se manifiesten en el las obras de Dios” (Jn 9, 2s.).

Con todo, la prueba decisiva de que el sufrimiento no es un castigo, viene del hecho de que Jesús, el inocente, queriendo ser en todo como uno de nosotros, no rechazó experimentar el sufrimiento y la muerte.

Haciéndolo así, nos enseñó que el mal no es un castigo, sino un paso necesario hacia la vida en Dios que nos espera y que no acabará nunca ni estará sometida al dolor y a la muerte, cuando “Dios lo será todo en todos”.

También nuestros sufrimientos, como los de la Pasión y la cruz de Cristo, no son fines en sí mismos, sino que adquieren su pleno significado a la luz de la resurrección.

En la vigilia de la Pasión y muerte de Cristo, algunos griegos, paganos y no pertenecientes al pueblo elegido, subieron a Jerusalén para las fiestas pascuales y dijeron al apóstol Felipe: “Queremos ver a Jesús” (Jn 12,21).

Esperaban verlo en plena forma, hacer esos grandes milagros de que habían oído hablar. Jesús les responde que sí le verán, pero no glorioso, sino turbado y sufriente, en el momento más dramático de su vida, cuando Él mismo –aun siendo Dios– habría mostrado todos los límites de la naturaleza humana que había querido asumir para explicarnos el verdadero sentido del sufrimiento: “Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del Hombre. En verdad, en verdad os digo: si el grano caído en tierra no muere, se queda solo; pero si muere, produce mucho fruto. […] Ahora mi alma está turbada” (Jn 12, 23 s).

Y sin embargo, a pesar de todas las apariencias contrarias, “Dios nunca abandona a sus hijos”, como dijo Juan Pablo II frente al drama del tsunami que devastó el Océano Índico aquel 26 de diciembre de 2004.

Dios no abandona nunca a la creación así misma, sino – por decirlo así – dirige su obra de completamiento sirviéndose de la responsabilidad y de la inteligencia del hombre.

Siendo nosotros co-creadores, somos llamados a comprometernos con todos los medios a nuestra disposición para prevenir y posiblemente evitar las catástrofes naturales, las enfermedades y las limitaciones de la naturaleza, aunque seamos conscientes de que nunca lograremos vencerlas todas.

Una vez más, del encuentro entre la razón humana y la fe, es posible comprender que el sufrimiento no es un castigo: “Todo sufrimiento humano, todo dolor, toda enfermedad tiene dentro una promesa de salvación, una promesa de alegría –escribe Juan Pablo II-. Esto vale para cualquier sufrimiento provocado por el mal; vale también para ese enorme mal social y político que hoy divide y afecta al mundo: el mal de las guerras, de la opresión de los individuos y de los pueblos; el mal de la injusticia social, de la dignidad humana pisoteada, de la discriminación racial y religiosa; el mal de la violencia, del terrorismo, de la carrera armamentística – todo este mal existe en el mundo también para despertar en nosotros el amor que es don de sí en el servicio generoso y desinteresado a quien ha sido visitado por el sufrimiento” (3).

3. Tiene origen en el amor y conduce al amor

Si, por lo tanto, el sufrimiento no es una fatalidad, ni un castigo, ¿por qué entonces Dios, que es omnipotente y bueno, permite el dolor de sus criaturas, de sus hijos?

Es una antigua objeción, propuesta ya en el siglo III D.C. por el escritor latino Lactancio, que siguió a Epicuro: “Si Dios quiere eliminar el mal, pero no puede hacerlo, significa que Él no es omnipotente, lo cual es contradictorio. Si puede hacerlo, pero no lo quiere, es porque no ama a los seres humanos, lo cuál es igualmente contradictorio. Si no puede y no lo quiere, significa que no tiene ni el poder ni el amor, y por lo tanto no es de Dios” ( 4 ).

¿Qué se puede decir?

Del encuentro entre la razón y la fe es posible comprender que sólo la referencia al amor permite ir más allá del misterio del dolor y acoger la fuerza redentora.

En realidad Dios no quiere el mal. Jesús mismo, al manifestarse como el Redentor del mundo, ha hecho muchas curaciones de todo tipo de enfermedad: Cristo se acercó incesantemente al mundo del sufrimiento humano.

“Él se la pasó haciendo el bien” (Hechos 10:38 ), y sus acciones tenían que ver, en primer lugar, con los que sufren y los que esperaban ayuda.

Él sanó a los enfermos, consoló a los afligidos, alimentaba a los hambrientos, liberaba a los hombres de la sordera, la ceguera, la lepra, del demonio y de diversas discapacidades físicas, tres veces hizo volver a la vida a los muertos.

Era sensible a cada sufrimiento humano, tanto del cuerpo como del alma. Y al mismo tiempo instruía, poniendo en el centro de su enseñanza las ocho bienaventuranzas, que son dirigidas a los hombres que sufren por diversos males en su vida temporal ( 5 ) .

Se puede decir que el sufrimiento inherente a la condición de la misma criatura, permite que Dios manifieste su amor.

Siendo amor infinito, combate el mal en todas sus formas, no sólo la del mal absoluto, que es el pecado, sino también en todas sus otras manifestaciones personales y consecuencias sociales.

“No hay mal del que Dios no pueda sacar un bien mayor –escribe Juan Pablo II- . No hay sufrimiento que Él no sepa transformar en el camino que conduce al bien” ( 6 ).

Y ello hasta el momento en el cual Dios nos llama a todos “a vencer el mal con el bien” ( Rm 12,21) y nos juzgará sobre el compromiso que ponemos en aliviar los sufrimientos de los hermanos, de todos los que sufren, los pobres, los hambrientos, los sedientos, los desnudos, los forasteros, los presos, los enfermos (cf. Mt 25, 31-46).

La fe, por eso, iluminando la razón humana, nos ayuda a hacer el descubrimiento sorprendente de que el sufrimiento viene del amor y conduce al amor.

Tiene origen en el amor. De hecho, cada persona es esencialmente un “llamado a la vida” de la que el sufrimiento es inseparable.

Ahora, la vida nadie puede dársela solo, sino que es siempre recibida a través de un acto de amor. La vida es siempre un “regalo”.

Esto significa que cada hombre (creyente o no creyente, no importa) está llamado a hacer la “increíble experiencia” de recibir la vida como un don gratuito del amor, un regalo de valor incalculable, porque es mucho mejor vivir y existir con los límites inherentes de cada criatura mortal, en lugar de no existir y simplemente no ser.

La gratuidad está presente en nuestras vidas de muchas maneras y múltiples formas,  frecuentemente no reconocidas a causa de una visión sólo materialista y utilitarista de la vida. El ser humano está hecho para el don, el cual manifiesta y pone en práctica la dimensión de la trascendencia” ( 7 ).

La vida humana, por ende, no sólo viene del amor: igualmente la persona humana se desarrolla debido al amor, porque ella es esencialmente un ser en relación y tiende al amor.

La categoría de la “relación” nos lleva a descubrir que “la criatura humana, cuya naturaleza es espiritual, se realiza en las relaciones interpersonales. Cuanto más las vive de manera auténtica, más madura también la propia identidad personal. No es por el aislamiento como el hombre establece su valor, sino poniéndose en relación con los demás y con Dios [ … ]. Esto también vale para los pueblos” ( 8 ).

Así, el amor no es sólo la esencia del mensaje cristiano, también es la respuesta a las expectativas naturales de la razón y de la consciencia de todo aquel que se pregunte sobre el misterio del sufrimiento.

En primer lugar, los cristianos están llamados, sobre todo, a entenderse a sí mismos para luego ayudar al mundo a entender que el verdadero mal es moral, ejercido libremente, y que todas las otras formas de sufrimiento son una oportunidad de experimentar el amor y de aprender a amar.

A partir de este punto se puede decir que cuando Cristo fue crucificado, el sufrimiento humano se encontró en una situación nueva.

De hecho, “en la Cruz de Cristo no sólo se cumple la redención mediante el sufrimiento, sino también el mismo sufrimiento humano ha sido redimido”; Cristo “en su sufrimiento redentor se ha convertido, en un cierto sentido, en partícipe de todos los sufrimientos humanos.

El hombre, al descubrir por medio de la fe el sufrimiento redentor de Cristo, descubre en él sus propios sufrimientos, que se encuentran a través de la fe, enriquecidos con nuevos contenidos y un nuevo significado” ( 9 ). Este es el origen del amor que los santos siempre han tenido por las pruebas y por los sufrimientos.

Conduce al amor: Juan Pablo II insiste en su carta apostólica Salvifici doloris que el sufrimiento lleva al amor, al comentar la parábola del Buen Samaritano ( Lc 10, 30-37).

Siguiendo la parábola evangélica– escribe el Papa – se podría decir que el sufrimiento, que bajo tantas formas diversas está presente en el mundo humano, está también presente para irradiar el amor al hombre, precisamente ese desinteresado don del propio «yo» en favor de los demás hombres, de los hombres que sufren.

El mundo del sufrimiento humano invoca sin pausa otro mundo: el del amor humano; y aquel amor desinteresado, que brota en su corazón y en sus obras, el hombre lo debe de algún modo al sufrimiento […].

La parábola en sí expresa una verdad profundamente cristiana, pero a la vez universalmente humana. No sin razón, también en el lenguaje habitual se llama obra “del buen samaritano” toda actividad en favor de los hombres que sufren y de todos los necesitados de ayuda» (10).

Por ende, el papa Wojtyla reasume el mensaje de la parábola así: “El hombre debe sentirse llamado personalmente a testimoniar el amor en el sufrimiento. Las instituciones son muy importantes e indispensables; sin embargo, ninguna institución puede de suyo sustituir el corazón humano, la compasión humana, el amor humano, la iniciativa humana, cuando se trata de salir al encuentro del sufrimiento ajeno. Esto se refiere a los sufrimientos físicos, pero vale todavía más si se trata de los múltiples sufrimientos morales, y cuando lo que sufre es ante todo el alma” ( 11 ).

Para acabar, no puede faltar una palabra de reconocimiento y de agradecimiento, sobre todo, a las instituciones de vida consagrada que se comprometen “como buenos samaritanos” al servicio de las personas que sufren, como reflejo del rostro de Cristo, esposo divino.

Por Bartolomeo Sorge S.J., editor de la revista Aggiornamenti Sociali.

Notas

1) NATOLI S., «Dio? È un dilemma di tutti», in Jesus n. 2 (febbraio 2011) 95 s.
2) Juan Pablo II, carta apostólica Salvifici doloris (1984), n. 31.
3) Juan Pablo II, Memoria e identidad,
4) Cit. de VITALINI S., Dio soffre con noi?, en Parola e parole, n. 5 (marzo 2008), 14.
5) Juan Pablo II, Salvifici doloris, n. 16.
6) Ibidem, 198.
7) Benecito XVI, encíclica Caritas in veritate (2009), n. 34.
8) Ibidem, n. 53.
9) Juan Pablo II, Salvifici doloris, n. 20.
10) Ibidem, n. 29.
11) Ibidem.

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