Pentecostés (“cincuenta días” en griego) se celebra 50 días después de la Pascua. Ese día, el Señor envía el Espíritu Santo sobre los apóstoles.
Reavivados por esta “fuerza” que Jesús les había prometido antes de la Ascensión, se vuelven valientes testimonios de Cristo.
Este episodio, relatado en los Hechos de los Apóstoles (Hch, 2) marca el nacimiento de la Iglesia universal y misionera.
1Este día de Pentecostés, los apóstoles están reunidos en el Cenáculo de Jerusalén
Con un ruido ensordecedor, lenguas de fuego se posan de repente sobre cada uno de ellos y todos se llenan del Espíritu Santo.
Se ponen a hablar en otras lenguas y a dar testimonio públicamente de la resurrección de Cristo.
50 días después de la resurrección, los apóstoles están reunidos en el Cenáculo de Jerusalén, esa “habitación del piso de arriba” en la que Jesús instituye la Eucaristía el día de la Cena.
Es un lugar de vida, donde los apóstoles comen y rezan. Es aquí donde después de la muerte de Jesús, los apóstoles se esconden “por miedo a los judíos” (Jn 20,19) y donde se les aparece.
Pero este día de Pentecostés, explica el Padre Michel-Marie Zanotti-Sorkine, sacerdote de la parroquia San Vicente de Paúl de Marsella, “no habría que imaginarlos estremecidos de miedo, como se les muestra la noche del arresto de Jesús, o incluso el día de su terrible crucifixión”.
“Después de estos instantes trágicos marcados, es verdad, por la cobardía y la traición de la mayoría de ellos, los apóstoles vieron a Jesús en su cuerpo glorioso, a orillas del lago de Tiberíades, y en esta sala donde se encuentran en este momento.
Ellos escucharon su voz, comieron con él filetes de pescado, recibieron sus consignas y todavía más: su perdón. Y finalmente le vieron desaparecer en el cielo, como una vela que se apaga.
Su fe es por tanto restaurada. Su fervor ha salido a flote. Ahí están dispuestos a anunciar ahora la buena nueva hasta los confines del mundo”.
¿Pero por qué a esta hora los apóstoles continúan todavía en esta casa, en lugar de ir por el mundo, sin perder un minuto, a anunciar la resurrección de Cristo?
“Porque ellos esperan y se preparan en oración, como debe ser, para vivir la gran promesa del Padre de la que Jesús les ha hablado”.
No salgáis de Jerusalén, les dijo a los apóstoles “Juan bautizó con agua, pero vosotros seréis bautizados en el Espíritu Santo dentro de pocos días” (Hch 1,5).
Entonces él vendrá sobre vosotros, recibiréis una “fuerza”, y seréis “mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra” (Hch 1,8).
Esta “fuerza” llega sin avisar. Con un ruido parecido a una violenta ráfaga de viento, los apóstoles ven aparecer lenguas de fuego que se dividen para posarse sobre cada uno de ellos.
“Quedaron todos llenos del Espíritu Santo y se pusieron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía expresarse”.
Este milagro de lenguas indica que ahora la Iglesia es universal y misionera. Se dirige a todos, superando las barreras étnicas y lingüísticas y puede ser comprendida por todos (Youcat 118).
“Atravesados por la efusión de la vida divina, los apóstoles son literalmente transformados, son otros hombres”, comenta el P. Zanotti-Sorkine.
"Ahora se sienten capaces y lo dirán, dirán de todo, harán de todo, sufrirán de todo por el nombre de Jesucristo”.
2La tercera persona de la Trinidad, el Espíritu Santo, permanece como la más misteriosa de ellas
En la Escritura, está representada bajo la forma de una paloma. O se manifiesta a través de una unción salvadora, un agua viva, una tormenta rugiente, lenguas de fuego.
El Espíritu Santo recibido por los apóstoles el día de Pentecostés es reconocido desde el concilio de Nicea (325) como la tercera persona de la Trinidad, un vínculo de amor entre el Padre y el Hijo.
La palabra griega “pneuma” utilizada en el Nuevo Testamento para designar al Espíritu Santo significa literalmente “soplo”.
En la vida de la Iglesia, el Espíritu Santo inspira las Escrituras, la tradición y el magisterio. Pone en comunión al creyente con Cristo en la liturgia sacramental, intercede por él en la oración, manifiesta su santidad en el testimonio de los santos (CIC 688).
Cuando Jesús promete la venida del Espíritu Santo, lo nombra como el “paráclito”, es decir, el “consolador”:
“Si me amáis, guardaréis mis mandamientos; y yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito, para que esté con vosotros para siempre, el Espíritu de la verdad, a quien el mundo no puede recibir, porque no le ve ni le conoce).
Pero él es ante todo el Amor:
“El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que nos ha dado”.
Un “consolador” que ayuda a soportar las pruebas, como lo explica el P. Michel-Marie Zanotti-Sorkine (http://www.delamoureneclats.fr/) :
"Si a veces nos preguntamos cómo algunas personas pueden soportar las terribles persecuciones que han sufrido, o las pruebas que han atravesado, o si uno se pregunta: ¿pero de dónde han sacado un ardor así, una fuerza así, una valentía así en su fe, una constancia así en su oración, una luminosidad así en sus palabras, un amor así, una paciencia así, una alegría así en su manera de ser?
Es la invasión del Espíritu Santo, del Espíritu de Dios en nuestro ser, la que produce estos efectos”.
El Espíritu Santo se presenta bajo la forma de varios símbolos: el agua, la unción, el fuego, la nube y la luz, el sello, la mano, el dedo, la paloma. Lo que se hace de una persona difícil de imaginar.
“Es muy difícil presentarlo, no se le puede más que comparar, y aun así sin duda que se le desfigura”, destaca el P. Zanotti-Sorkine.
"La persona del Espíritu Santo, porque se trata exactamente de una persona, sigue siendo, reconozcámoslo, misteriosa.
En verdad uno empieza a aproximarse a ella, a entrar en su misterio, cuando entiende que al Espíritu Santo no se le puede embargar y que él, por el contrario, debe embargarnos.
Porque él es quien por voluntad del Padre y del Hijo está detrás de cada uno de nosotros, en el interior de nosotros mismos, dirigiendo nuestras acciones y nuestros pensamientos. Esa es toda su misión, antes de ser alguien al que se representaría frente a nosotros”.El Espíritu Santo es “la vida de nuestra vida, el amigo íntimo escondido en el fondo de nuestra alma".
"Y es él quien, desde el interior, diviniza nuestro ser y como consecuencia, nuestras intenciones, nuestros pensamientos, nuestras acciones”.
“Es un misterio muy grande esta presencia actuante del Espíritu Santo en cada hombre bautizado y también un gran regalo para el gobierno de nuestra vida del que no somos suficientemente conscientes”.
3Servicio de la Iglesia, de su misión y para la santificación personal del creyente
“Él nos empuja a ir hacia los demás, enciende en nosotros el fuego de la caridad, hace de nosotros misioneros del amor de Dios”: Lo afirma Benedicto XVI (20 de julio de 2007).
Con Pentecostés, el Espíritu es dado a todos. Después de los Apóstoles, los cristianos son llamados a proclamar a Cristo y su palabra, “a tiempo y a destiempo” (2 Tim 4,2).A través de los sacramentos, especialmente el del bautismo y el de la confirmación, él da al creyente esa “fuerza” que le “permite cumplir la gracia de su bautismo a través de su vida y ser testigo de Cristo” (Youcat 205).
Cuando Dios da su espíritu al creyente, el día de su bautismo y de su confirmación, explica el P. Michel-Marie Zanotti-Sorkine, le guía, le inspira, le influye, le comunica secretos. Entra en su inteligencia y en su voluntad, para que pueda pensar y actuar como Dios.
“Es por tanto Dios mismo, a domicilio, quien vive su vida en nosotros y nos lleva en Él. Es por tanto en nosotros donde hay que buscarlo, y no en el cielo”.
Con el sacramento de la confirmación, el creyente se compromete a ocupar su lugar en la Iglesia y a profundizar su vida cristiana.
El Espíritu Santo le comunica sus dones. Así lo formalizó santo Tomás de Aquino (1224-1274) en su Suma teológica: la inteligencia, el consejo, la sabiduría, el entendimiento, la piedad, la fortaleza y el temor de Dios.
El Espíritu Santo es el “huésped silencioso de nuestra alma”, decía san Agustín (354-430). Él abre a Dios, enseña a rezar.
“Cuanto más abiertos estamos al Espíritu Santo, más se convierte en maestro de vida, más se apresura a darnos sus carismas para construir la Iglesia. Y en lugar de las obras de la carne, crecen en nosotros los frutos del Espíritu”.
“Si le llamamos, si le rezamos, si queremos dejarnos conducir por él de una manera habitual, si somos fieles a sus inspiraciones, nuestra vida se transformará”, insiste el P. Zanotti-Sorkine.
"Hasta los pequeños planes demasiado humanos, sin gran resultado ni gran efecto: es él quien nos dirá en lo más íntimo de nosotros mismos lo que debemos hacer y emprender y más aún lo que debemos evitar”.
Viviendo según el Espíritu de Dios, como reveló san Pablo, los frutos son numerosos: “amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí” (Ga 5,22).