Allí nos habla Dios y nosotros escuchamos. Y cuando el corazón se endurece, perdemos el oídoCon el paso del tiempo cada vez lo veo más claro: escuchamos con el corazón, no con los oídos. Por eso, cuando el corazón se endurece, perdemos el oído, la capacidad de escuchar a los hombres y a Dios.
El salmo de hoy nos lo recuerda: «Ojalá escuchéis hoy su voz. No endurezcáis vuestro corazón». Escuchamos con el corazón, vemos la vida con nuestro interior, miramos con los ojos del alma. Juzgamos la realidad desde lo que hay en el fondo de nuestro ser.
A veces desconocemos de dónde vienen nuestros miedos y desconfianzas. Vienen de ese lugar sagrado, del océano que hay en nosotros. Lo que se queda en la cabeza se acaba olvidando. Esa memoria es muy débil. La verdadera memoria no se encuentra en el cerebro. Los recuerdos importantes están guardados en el corazón. Allí reposan los acontecimientos más valiosos de nuestra vida, las experiencias más hondas. Los amores más profundos, las heridas más difíciles. Tantos recuerdos cargados de emociones.
Allí guardamos a sangre y fuego los acontecimientos relevantes en nuestra vida y ya nunca se olvidan. Nuestro subconsciente entonces rebosa de recuerdos. Algunos positivos, otros negativos. Hay cosas que podremos llegar a olvidar, pero siguen ahí, en lo más profundo. Muchas veces no recordaremos los detalles, los aspectos accidentales de la vida. Olvidaremos las fechas, incluso los nombres y los rostros. Pero lo cierto es que lo que quedó grabado en el corazón permanece allí para siempre, protegido en nuestras entrañas, seguro.
Y esa memoria viva es la que determina nuestra forma de comportarnos, nuestra alegría natural o nuestra tristeza habitual. Esos recuerdos nos condicionan en nuestras reacciones, aunque no comprendamos bien de qué recuerdos se tratan. Por eso es tan importante que Dios entre ahí, en lo más hondo del alma, en los recónditos pliegues del corazón. Que entre y purifique. Que limpie y ordene. Pero cuando nuestra experiencia religiosa no capta por entero el corazón, será una experiencia superficial, que con el tiempo llega a olvidarse.
Mientras tanto, si Dios ha entrado en lo más hondo, en el subconsciente, ya no olvidamos. En esa tierra sagrada Dios tendrá su morada. Allí está el oído, allí la memoria, allí está lo más verdadero. Allí nos habla Dios y nosotros escuchamos. Y cuando el corazón se endurece, perdemos el oído.
Entonces no escuchamos a los hombres y no sabemos escuchar a Dios. En esta sociedad en la que hay tanto movimiento, tantos ruidos, hemos perdido el silencio y la interioridad. El hombre de hoy no sabe dónde está su núcleo interior. No sabe dónde reposa su corazón. No entiende sus emociones. Desconoce lo que de verdad desea. Vivimos volcados sobre el mundo, rotos, sin un núcleo que nos centre.
Como decía el P. Kentenich: «Las acciones que realiza el hombre de hoy no tienen un nexo subterráneo que las una, ni surgen de una misma raíz o núcleo personal. De ahí la discontinuidad del pensamiento, de los sentimientos y de la voluntad. Sus acciones no brotan de una base coherente. El núcleo personal se ha deteriorado gravemente. Hoy se debe aplicar más que nunca la pedagogía de los ideales»[1]. No sabemos hacia dónde vamos. No logramos comprender dónde somos más felices.
¿Quién nos centra? Sólo en Dios nos encontramos con nosotros mismos. Sólo en su corazón hallamos la paz perdida. Queremos aprender a escuchar a Dios. Pero para eso tenemos que comprender que Él está a mi lado, que va conmigo. Donde dos o tres se reúnen en su nombre. Allí donde un hombre abre su corazón y le dice que sí a Dios. Allí, en el corazón pobre y sencillo de María, la esclava de Dios. Allí, en mi corazón que, a imagen de María, quiere ser un jardín de Dios, una morada para ese Dios que me quiere con locura.
Dice Carlos de Foucauld: «Y es en la soledad, en esta vida a solas con Dios, en el recogimiento profundo del alma que olvida todo lo creado para vivir sólo en unión con Dios, donde Dios se da completamente a quien se da enteramente a Él». Pero, cuando no hay silencio, cuando no nos replegamos sobre nosotros mismos buscando a Dios, no escuchamos su voz. Hay demasiados ruidos que nos inquietan. Demasiadas preguntas, demasiadas demandas.
Y Dios nos habla de mil maneras. Nos habla en esas experiencias guardadas en el corazón. Nos habla en esas palabras que se han quedado prendidas del alma. Nos habla en susurros apenas audibles. Nos habla en insinuaciones del Espíritu que nos vuelven a enamorar. Dios nos aguarda y tiembla al mirar nuestros pasos frágiles. Se conmueve ante nuestra debilidad y vulnerabilidad.
Me da miedo que mi corazón un día se vuelva duro e insensible, intransigente y rígido, acomodado y con poca luz, opaco y mustio. Sí, me da miedo que el corazón se seque y se convierta en una piedra fría y sin alma. Cuando el corazón se endurece, no somos capaces de escuchar las voces más profundas. No logramos guardar nada en la memoria. No aceptamos las voces de Dios en boca de los hombres. No queremos dejar lo que nos da seguridad. El miedo se hace fuerte y encadena el corazón. Sí, cuando nos endurecemos no somos el barro blando en manos del alfarero, dejamos de ser esa tierra arada en la que puede entrar suavemente la semilla.
Hay muchas voces a nuestro alrededor y con frecuencia corremos el riesgo de confundirnos. El mundo grita. Los hombres exigen. Las vidas que nos rodean esperan tanto de nosotros. Nuestra propia conciencia nos cuestiona e inquieta. Nuestros deseos nos mueven a buscar sueños imposibles y a anhelar lo que aún no poseemos. Esas voces estridentes pueden quitarnos la paz. Esas voces suaves y seductoras pueden llevarnos por otros caminos.
¿Cómo distinguir entre tantas voces la voz de Dios? ¿Cómo conocer su lenguaje, las palabras que Él usa para llevarme hasta Él? ¿Cómo seguir sus deseos cuando mis deseos gritan aparentemente con más fuerza? Nos cuesta ponernos en movimiento y seguir la voz del que nos llama. Puede ser que nos hayamos quedado en nuestra posición, sin querer cambiar, porque estamos convencidos de que eso es lo que Dios nos pide. ¿Dónde nos habla Dios? ¿Dónde nos sugiere cambios y nuevos caminos?
Ojalá escuchase hoy y siempre la voz de Dios. Ojalá mi corazón se mantuviera siempre fresco, de carne, húmedo, abierto, flexible. Sí, un corazón así está abierto a la vida. Un corazón así es un corazón grande en el que muchos caben y encuentran descanso. Un corazón así no tiene miedo a las ofensas, a los ataques, a la vida misma. Un corazón así siempre está abierto a cambiar, a perder comodidades, a recorrer con valentía rutas desconocidas, a dar saltos audaces. Un corazón así se arriesga, porque no ha cortado el cordón que lo une íntimamente con Dios.
Pero es difícil confiar, arriesgar en la vida y aceptar hacer cosas nuevas. Puede ser que la vida misma nos exija aceptar esos cambios. Tendremos que cambiar y no nos quedará más remedio que desandar el camino recorrido o madurar para enfrentar los nuevos desafíos. ¿Por qué nos angustia tanto tener que cambiar actitudes y modos de hacer las cosas? ¿Por qué nos asustan los caminos nuevos y los desafíos? En la vida lo importante es caminar abierto a lo que pueda venir. Sin temor a perder. Sin temor a cambiar. Sin miedo a avanzar por caminos nuevos. O a recorrer algunos ya pisados. ¿Qué importa tener que volver atrás? No importa nada. Perder y ganar. Recordar y olvidar. Construir y volver a levantar.
Un corazón abierto a la vida, a las voces, a las preguntas es un corazón anclado en el corazón de Dios.
A lo mejor lo que sucede es que ya no sabemos escuchar. Decía Jorge Bucay: «Escuchar es escuchar. Y no solamente hacer una pausa en lo que digo y permitir que, mientras cojo aire, el otro se dé el lujo de decir algunas palabras. Escuchar es escuchar. Y no una atenta y selectiva búsqueda más o menos concentrada en el parlamento de otros, de las palabras que me sirvan para enlazar con arte mi propio argumento. Como si una conversación fuera un encuentro con un compañero que aportara ideas para permitirme explayar mi pensamiento. Escuchar es escuchar. Y se diferencia de intercambiar turnos de oratoria con otro que tampoco escucha»[2].
Hablamos mucho y escuchamos poco. Oímos voces y ruidos, pero nos cuesta mucho prestar atención. Escuchar es escuchar con el corazón, abriendo el alma, atentos a lo nuevo que hay en aquel que se acerca. Hoy hay muchas personas que necesitan hablar, contar lo que les ocurre y encontrar a alguien que los escuche. Hay muchas personas que no encuentran esos corazones abiertos y acogedores y sufren la soledad.
Deberíamos aprender a escuchar más a las personas, descubrir en ellas el querer de Dios. Deberíamos ser capaces de sorprendernos siempre ante lo que nos dicen, aunque lo repitan muchas veces. Sorprendernos al ver que Dios nos habla en las palabras de los hombres, torpes y limitadas; limitadas como las nuestras. Abrirnos a los que buscan algo de consuelo y paz.
Decía el Papa Francisco: «Si algo debe inquietarnos santamente y preocupar nuestra conciencia, es que tantos hermanos nuestros vivan sin la fuerza, la luz y el consuelo de la amistad con Jesucristo, sin una comunidad de fe que los contenga, sin un horizonte de sentido y de vida». Sí, muchas personas viven desorientadas. Necesitan que las escuchemos, que tengamos tiempo para ellas.
Ojalá me conmueva siempre al ver la huella de Dios en la piel imperfecta del que me quiere decir algo. En su voz está la voz de Dios que no tiene sonido. En su voz está el amor de Dios que quiere comunicarse. Y necesita que mi corazón esté blando, sea de carne, tenga grietas por las cuales pueda colarse su voz, su amor, su presencia invisible. Mi corazón necesita reconocerse herido, en camino, necesitado, para poder abrirse a lo nuevo, a lo que nos dicen, a la sorpresa, al cambio. Cuando pienso que ya lo sé todo, cuando me creo seguro de mi posición, cuando no veo defectos en mi carne, cuando me coloco en una posición superior, pierdo la capacidad de aprender, de escuchar, de crecer.