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La obstinada felicidad de Ana Frank

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Ciudad Nueva - publicado el 02/04/15
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¿Cuál era el secreto de esta joven para poder creer en la felicidad, aunque en esos tiempos parecía un absurdo?

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Hace 70 años, hacia la mitad de marzo de 1945, no se conoce con precisión el día, fallecía de tifus en el lager de Berger-Belsen una chica judía de 16 años: Ana Frank. El día antes había muerto, también por el tifus, su hermana, Margot. Habían quedado contagiadas por una epidemia de esta enfermedad que había afectado a los deportados de uno de los peores sectores del campo.
 
“Eran sumamente flacas –recuerda una compañera de cautiverio– tenían un aspecto tremendo. Peleaban por causa de la enfermedad. Estaban alojadas en el peor lugar de la construcción, abajo, cerca de la puerta… Ana estaba delante de mí, envuelta en una frazada y ya no tenía lágrimas. Contó que los parásitos en su ropa le daban escalofríos, por eso se había sacado todos sus indumentos. Junté lo que podía para dárselo a ella, para que se vistiera de nuevo. Tampoco nosotros teníamos comida pero traté de darle algo de nuestra ración de pan”. Pocas semanas después de la muerte de las dos hermanas, los ingleses liberaron el campo de Bergen-Belsen.
 
Ana Frank es una de las muchas personas asesinada por el odio nazi. Es conocida sobre todo por su diario, escrito durante el largo período que pasó oculta en un alojamiento secreto junto a otras siete personas. Allí fue encontrado su diario y, luego de la guerra, entregado al padre de Ana, el único superviviente de la familia. Fue publicado en Amsterdam en 1947. Su éxito fue enorme.
 
En esas páginas aparecen dos mundos superpuestos. Uno exterior, subyugado por una furia malvada: “En los hombres hay un impulso destructivo –anota Ana–, a la masacre, al asesinato, a la furia, y hasta que toda la humanidad, sin excepciones, no habrá tenido una metamorfosis, prevalecerá la guerra: todo lo que ha sido reconstruido o cultivado será destruido y nuevamente arruinado; y se deberá nuevamente recomenzar”.
 
El otro mundo es interior, el de una chica adolescente que permanece tal pese a lo que acontece a su alrededor, tomada por su “extraña e injustificada alegría” o por sus crisis de identidad. “Percibo cada cosa en modo distinto de cómo la expreso, por esto dicen que soy chismosa, pedante, lectora de novelas románticas, que se desvive tras los muchachos. La Ana alegre se ríe de eso, responde en modo insolente, indiferente se encoge de hombros, hace como si nada le importara pero, ay de mí, la Ana quieta reacciona exactamente al revés. Si debo ser sincera, tengo que confesarte que siento mucho todo eso, que hago grandes esfuerzos para ser diferente, pero cada vez me encuentro peleando con un enemigo más fuerte que yo”.
 
Esta jovencita cree en la felicidad, también si en esos tiempos parece un absurdo: “Veo el mundo tornarse lentamente en un desierto, oigo cada vez más fuerte la proximidad del estruendo que matará también a nosotros, participo del dolor de millones de hombres. Sin embargo, cuando miro al cielo, pienso en que todo esto cambiará y que todo volverá a ser bueno, que hasta estos días despiadados tendrán fin, y que el mundo conocerá de nuevo el orden, el reposo y la paz. ¡Quien es feliz hará feliz también a los demás, quien tiene coraje y confianza nunca será vencido por la desventura!”.
 
Ana desea perdonar a Hitler y a sus cómplices criminales. En el judaísmo el perdón es esencial para la supervivencia del mundo y se vincula en modo inseparable de la justicia. Se concibe el perdón como un proceso, que se define “teshuvá”, es decir: “recuperación del justo camino”. Aquel que ha ofendido debe tomar nota que la acción que ha cometido es incorrecta, debe confesarla como tal a sí mismo en su fuero íntimo ante Dios, comprometiéndose a no repetirla jamás, para luego pedir perdón a quien ha sido ofendido y reparar activamente el mal cometido.   

 
A su vez, el ofendido debe reconocer el perdón solicitado, también si puede rechazarlo, hasta dos veces pero ante un tercer pedido debe ceder. Si no se le perdona, el ofensor no está más obligado a disculparse. Desde esta perspectiva, el perdón es personal, no puede ser delegado a otros: cada uno puede perdonar el mal que ha sufrido a quien se lo ha procurado directamente. Una persona individualmente no puede perdonar el mal procurado a una colectividad.
 
En su mundo adolescente, Ana Frank, sigue siendo un llamado contra la maldad que todavía se presenta en la historia. Pero su mensaje es también una invitación a la libertad interior, a mantener un juvenil y obstinado optimismo, a afrontar el mundo de los adultos con firme decisión: “También si tengo tan sólo 14 años, sé perfectamente lo que quiero, sé quién no tiene razón y quién la tiene, tengo mi opinión, mi modo de ver las cosas y mis principios”.
 
Artículo originalmente publicado por Ciudad Nueva
 
 

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