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¿Cómo es el amor de Dios?

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 13/05/15
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El amor de Jesús en la tierra es la forma como Dios nos ama

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El amor de Jesús tiene que penetrar las capas más profundas de mi alma, en mi subconsciente.

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Photo by Jeremy Bishop on Unsplash

¡Cuánto nos cuesta profundizar! Vivimos en la superficie, llevados por las olas de la vida, amando superficialmente, sin hondura, sin solidez. Es necesario que Dios acaricie con su amor las capas más hondas del alma y ponga orden en mi amor.

¡Qué bonita la expresión! Él ordena en mí el amor. ¡Cuánto desorden hay hoy en el hombre! ¡Cuántos amores desordenados llevamos guardados en el corazón!



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Vivir con el alma anclada en el amor de Dios, ordenada en Él. Es el bien que Él quiere para mi vida. Necesito dejar que Él penetre hasta las más hondas capas de mi alma para que su amor venza en mí.

Como el Padre

Jesús se siente amado por su Padre hasta lo más profundo de su ser. Esa es su verdad más honda. Pienso en las palabras que dice en la última cena.

Parece imposible pensar que frente a la injusticia más grande que ningún hombre ha cometido nunca, Jesús hable del amor de su Padre: “Como el Padre me ha amado, así os he amado Yo”.

Me conmueve mucho. Yo no soy así. En la oscuridad no veo a Dios, y es cuando más lo necesito. Dudo a veces de su presencia a mi lado. Dudo muchas veces al ver sufrir a los que amo. Dudo cuando caigo y dejo de creer que me siga queriendo.



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Ante las cruces, ante la injusticia, ante el fracaso humano como el que sintió Jesús en su corazón, nosotros muchas veces clamamos al cielo.

¿Dónde está Dios? ¿Dónde está la justicia, dónde su amor? ¿Dónde está mi Padre que no viene a rescatarme? ¿Cómo me deja vivir esto solo? ¿Por qué no lo soluciona?

Clamamos y no vemos a Dios crucificado a nuestro lado, amándonos más que nunca. Y Jesús sabe que en ese momento el Padre lo sostiene, el Padre está con Él, a su lado. Que ahora más que nunca es su hijo.

CATHOPIC

Cathopic

Los dos comparten el mismo amor por el hombre, los dos comparten la impotencia frente a la libertad humana, esa sagrada libertad por la cual el hombre quiere erigirse en Dios.

Jesús vino a la tierra a mostrarnos el rostro de Dios, a darnos el amor de Dios. Nunca he entendido cómo después de conocer a Jesús podemos dudar del amor de Dios. Adoramos a un Dios distinto.

Por amor se dejó matar, se dejó prender. En su vida fue por los caminos acompañando a los que estaban más solos. Sólo con su mirada acogía, sanaba, porque estaba llena de compasión y perdón. Se dejó atravesar. No pidió nada, lo dio todo. Compartió nuestra vida descalzo, pobre, necesitado.

Dejó de saberlo todo para compartir mi búsqueda, mi propia ignorancia y desconcierto. Dejó de poder hacerlo todo para mostrarme el amor que vence el miedo, las dudas y la inquietud desde la propia impotencia, desde la confianza más grande.


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¿Cómo puedo ahora pensar que Dios es inflexible, que espera mis resultados perfectos, que me condena si no cumplo, que contabiliza mis pecados, que está lejos de mí cuando más lo necesito?

El amor de Jesús en la tierra es la forma como Dios nos ama. Es el amor que lo deja todo, que renuncia a todo, que espera siempre, que me perdona. Que muere por mí, para darme la vida.

Es el amor del que se pone en mi lugar. Jesús da la vida. Jesús ama la vida. Tiene el corazón atado a sus amigos y ama su misión de vendar heridas, de llevar alegría, de tocar a los que nadie quiere tocar, de hablar de un Dios que es Padre y no nos ha dejado huérfanos.

Da su libertad, su vida. Se queda sin sanar a más. ¡Qué difícil sería para Él dejar solos a tantos que sufren! Aceptar que tenía que dejar a los hombres. Da su vida, la entrega. En realidad, ya la había entregado antes por los caminos. No se había reservado nada. Aquella noche la da del todo y para siempre.

Hace poco pensaba en las cosas que más amo en esta tierra. Pensaba en esos tesoros escondidos en mi alma, guardados como un don de Dios a lo largo de mi vida.

Pensaba en los amores que sostienen mi vida y le dan sentido. En el amor filial, de amistad, de hermano. En el amor de padre. En el amor a Dios, de Dios. En el amor humano que me lleva a Dios.

Jesús nos dice: “A vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer”.

Todos tenemos nuestros amores, nuestras rocas sobre la que se construye nuestro camino. Todos amamos a Dios, y a los hombres de forma muy concreta. Entregando la vida, dejándonos la piel.

Ese amor humano está tan unido al amor a Dios… ¡Qué difícil separarlos! No queremos separarlos.

El otro día una mujer decía: “Siempre, desde que me casé, lo tenía claro. Quería amar en mi esposo a Jesús. Y en Jesús a mi esposo”.

El amor humano y el divino se unen de forma única. Una misma raíz. El amor humano permanece en mi amor a Dios. ¡Cómo separarlos!



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Pensaba en lo que muchas veces sufrimos al temer perder lo que amamos. Cada día me toca escucharlo en la confesión. ¡Cuánto dolor por las pérdidas! ¡Cuánto sufrimiento al pensar en lo que podemos perder! Sufrimos más por el miedo a perder, que por la pérdida misma. Lo compruebo en mi piel tantas veces.

Pensando en el amor de Jesús, me preguntaba: ¿Sería capaz yo de entregar todo lo que amo por amor a Dios, por seguir sus pasos, por ser su amigo? ¿Es mi amor capaz de renunciar de esa manera tan increíble?

Pienso que me costaría mucho. El corazón ama, echa raíces, quiere poseer y retener. Así suele ser en la vida.

Jesús vivió lo que nosotros vivimos. Amó hasta el extremo. Su vida consistió en amar y en hablar al hombre del amor de Dios. De ese Dios que nos ama con locura. No hay nada, ni nadie que nos pueda separar de Él. Vendrá a buscarnos cada día. Nuestro nombre está inscrito en su corazón.

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