¿Podría la sencilla transformación de unas muñecas Bratz ayudar a aclarar la visión de la mujer que pueda hacerle justicia?
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La lucha contra la discriminación por razones de sexo choca constantemente contra una traba: el apego de nuestra sociedad, incluidas las féminas, a una imagen hipersexualizada de la mujer.
En los últimos años y a partir de una propaganda masiva encabezada por los países nórdicos, las políticas antidiscriminatorias se han concentrado en el rechazo a la idea de la “diferenciación sexual”.
El centro sobre el que pivotan los organismos públicos que se preocupan de los “problemas de género” ha sido una batalla in crescendo por eliminar todo tipo de diferencia, considerando que es óbice para la integración plena en todos los ámbitos de la sociedad.
Se está simulando que no existe ningún tipo de peculiaridad en razón del sexo, con el objetivo de que el mercado y la sociedad acojan de manera acrítica la idea de una igualdad absoluta. La concepción ideológica de fondo es que el ser humano como tal carece de cualquier determinación por razón de género, porque éste es meramente cultural y puede ser libremente elegido una vez vaciado de ingredientes “naturales” (sobre ello vid.: “El, ella o ello: ¿alguien puede comprenderse a sí mismo como neutro?”).
Sin embargo, junto a esta marcada “ideología de género” existe otra bien distinta, que se da en el ámbito publicitario. Los anuncios necesitan determinar el público hacia el que van dirigidos ya que, aunque pretenden transformar nuestros intereses, crear necesidades y cambiar mentalidades, los publicistas saben perfectamente que tienen que partir de la realidad y conocer muy bien a aquellos a quienes se dirige su producto para que lo compren.
Podríamos decirlo así: la publicidad, el consumo y toda la industria se nutre de la “diferencia sexual”. Y digo bien, porque es sólo sexual: el maquillaje, la ropa, los complementos, la silueta, y todo lo relacionado con la excesiva idolatría al cuerpo de la mujer.
Es la propuesta machista (defendida tanto por hombres como por mujeres) de un ideal de feminidad que no sólo no anula las diferencias, sino que las exagera.
Me sorprende que podamos vivir tranquilamente con esta esquizofrenia: defendemos teóricamente la igualdad radical mientras que, en la práctica, predomina una hipersexualización de la mujer. De este modo aparece un patrón que es poco menos que una caricatura en la que no nos reconocemos pero que, como modelo impuesto, viene a ejercer una nueva presión sobre las mujeres de carne y hueso.
Un ejemplo claro es el tipo de muñecas que la industria del juguete ofrece a nuestras hijas. Si nos fijamos bien refleja una concepción francamente masculina, machista, al hacer de la mujer un objeto sexual, uno más de los útiles de consumo que tienen a mano los varones.
Lo ha dejado en evidencia el programa Tree Change Dolls que lleva a cabo la activista Sonia Singh, que toma las famosas muñecas Bratz y las “desmaquilla” para mostrarlas como “mujeres reales”.
El método más eficaz para desplazar a la mujer y despreciar sus potencialidades es convencerla de que su única fuerza reside en su sexualidad.
Así la industria nos reduce a objetos sexuales y las mafias de trata lo aprovechan vendiendo sexo en nuestra sociedad hipócrita, que intenta inocular en el varón una mirada indigna, pervertida, sobre la otra mitad de la naranja.
Es irritante comprobar cómo se crean máscaras que ocultan la depravación bajo el velo de esta diferencia deformada, al tiempo que nos llenamos la boca de una “igualdad” para obviar lo que sería una verdadera defensa de la dignidad y de los derechos de las mujeres.
Sigue siendo un reto aclarar la visión de la mujer que pueda hacerle justicia. Teniendo en cuenta que es el mercado el que vende una determinada imagen de ella, conviene preguntarse: ¿quién sale ganando con estos discursos que son pura ficción? Nosotras, desde luego, no.