Decir que la Iglesia jugó un papel positivo en el desarrollo de la ciencia ahora se ha convertido en una importante corriente
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Desde el papel de los monjes en el arte y la arquitectura, desde la Universidad hasta las leyes occidentales, desde la ciencia hasta las obras de caridad, desde el derecho internacional hasta la economía,… la civilización occidental está en deuda con la Iglesia católica.
Y eso queramos reconocerlo o no, destaca el libro de Thomas E. Woods, JR Cómo la Iglesia Católica construyó la Civilización Occidental.
El capítulo más largo del libro es “La Iglesia y la ciencia” pese a que todos hemos escuchado tantas cosas sobre la supuesta hostilidad de la Iglesia para con la ciencia.
De hecho, mucha gente no sabe que los historiadores de la ciencia han pasado el último medio siglo revisando rigurosamente esta idea convencional.
Argumentan que el rol de la Iglesia en el desarrollo de la ciencia occidental ha sido mucho más importante de lo que se creía.
Y no sólo los apologetas católicos. También expertos historiadores de la ciencia serios e importantes, como J.L. Heilbron, A.C. Crombie, David Lindberg, Edward Grant y Thomas Goldstein.
Grandes científicos católicos
Vale la pena señalar además que, entre otros muchos ejemplos, importantes científicos como Louis Pasteur, han sido católicos. Más interesante aún es la cantidad de sacerdotes que se han destacado en la ciencia.
Se sabe, por ejemplo, que la primera persona que midió el rango de aceleración de la caída de un cuerpo fue el P. Giambattista Riccioli.
El hombre que fue considerado el padre de la egiptología fue el P. Athanasius Kircher (también conocido como “el maestro de las cien artes” por la amplitud de sus conocimientos).
Y el P. Roger Boscovich, que ha sido descrito como “el más grande genio que Yugoslavia alguna vez produjo”, ha sido con frecuencia considerado como el padre de la teoría atómica moderna.
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El caso Galileo es citado con frecuencia como una evidencia de la hostilidad católica.
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Pero recordamos hechos concretos: las catedrales católicas de Boloña, Florencia, París y Roma fueron construidas para funcionar como observatorios solares. No se puede encontrar en el mundo instrumentos más precisos para observar el aparente movimiento del sol.
Cuando Johannes Kepler señaló que las órbitas planetarias eran elípticas en vez de circulares, el astrónomo católico Giovanni Cassini verificó la afirmación de Kepler a través de las observaciones que hizo en la Basílica de San Petronio en el corazón de los estados pontificios.
Cassini, casualmente, fue alumno del P. Riccioli y del P. Francesco Grimaldi, el gran astrónomo que también descubrió la difracción de la luz y que incluso hizo que a este fenómeno se le diera su nombre.
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Decir que la Iglesia jugó un papel positivo en el desarrollo de la ciencia ahora se ha convertido en una importante corriente, aunque este actual consenso aún no ha terminado de llegar al público en general.
Una perspectiva favorable al desarrollo científico
Stanley Jaki, a lo largo de su extraordinaria carrera académica, ha desarrollado el importante argumento de que fueron, de hecho, importantes aspectos de la perspectiva cristiana los que permiten entender por qué la ciencia occidental tuvo el éxito que tuvo como una empresa autosostenible.
“Las culturas no cristianas no tienen las mismas herramientas filosóficas y, de hecho, estaban encerradas por marcos conceptuales que no permitían el desarrollo de la ciencia”.
Jaki extiende esta tesis a siete grandes culturas: la árabe, la babilónica, la china, la egipcia, la griega, la hindú y la maya. En estas culturas, explica, la ciencia sufrió una “muerte fetal”.
El pensamiento económico es otra área en la que los académicos han comenzado a reconocer el papel, antes subestimado, de los pensadores católicos.
Joseph Schumpeter, uno de los grandes economistas del siglo XX, agradece las contribuciones de los escolásticos muchas veces pasadas por alto – especialmente las de los teólogos españoles de los siglos XVI y XVII: “Son ellos quienes se acercan más que cualquier otro grupo a ser los ‘fundadores’ de la economía científica”.
Schumpeter está acompañado en esta perspectiva por otros importantes expertos a lo largo del siglo XX, incluyendo a los profesores Raymond de Roover, Marjorie Grice-Hutchinson y Alejandro Chafuen.
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Universidades
La Iglesia también jugó un rol indispensable en otro desarrollo esencial de la civilización occidental: la creación de la universidad. La universidad fue un fenómeno totalmente nuevo en la historia europea. Nada como esto había existido antes en la Grecia y Roma antiguas.
La institución que reconocemos hoy, con sus facultades, cursos de estudio, exámenes y grados, así como la distinción familiar entre estudios de grado y postgrado, nos vienen directamente del mundo medieval.
Y no sorprende que la Iglesia haya hecho tanto para fomentar el naciente sistema universitario, dado que la Iglesia, de acuerdo al historiador Lowrie Daly, “era la única institución en Europa que mostraba un interés consistente en la preservación y cultivo del conocimiento”.
Los papas y otros hombres de Iglesia colocaron a las universidades entre las grandes joyas de la civilización cristiana.
El papa Inocencio IV (1243–54) describía a las universidades como “ríos de ciencia con aguas que hacen fértiles los suelos de la Iglesia universal” y el Papa Alejandro IV (1254–61) las llamaba “linternas brillantes en la casa de Dios.
Entre las contribuciones medievales más importantes a la ciencia moderna está la investigación esencialmente libre del sistema universitario, en el que los expertos podían debatir y discutir sobre diversas proposiciones y en el que la utilidad de la razón humana se daba por descontada.
La Edad Media y la civilización occidental
Contrariamente a la inexacta imagen de la Edad Media que se admite como conocimiento común hoy, la vida intelectual medieval hizo grandes contribuciones a la civilización occidental.
David Lindberg escribe:
“Debe señalarse enfáticamente que dentro de este sistema educativo, el maestro medieval tuvo mucha libertad. El estereotipo de la Edad Media muestra a los académicos como carentes de carácter y serviles, un seguidor esclavizado de Aristóteles y de los Padres de la Iglesia (cómo se puede ser ambas cosas es algo que el estereotipo no explica), temeroso de alejarse un ápice de las exigencias de la autoridad.
Ellos tuvieron amplios límites teológicos por supuesto, pero dentro de esos límites el maestro medieval tuvo gran libertad de pensamiento y expresión; casi no había doctrina, filosófica o teológica, que no estuviera sometida al escrutinio minucioso y a la crítica de los expertos en la universidad medieval”.
“Los expertos de la Edad Media en sus finales crearon una amplia tradición intelectual, y, sin ella, no habría podido concebirse progreso en la filosofía natural”.
El historiador de la ciencia Edward Grant concuerda con este juicio: ¿Qué hizo posible que la civilización occidental desarrollara la ciencia y las ciencias sociales como ninguna otra civilización antes?
La importancia de la razón
La respuesta, estoy convencido, está en el espíritu penetrante y profundamente arraigado de la investigación que era una consecuencia natural del énfasis en la razón que empezó en la Edad Media.
Con la excepción de las verdades reveladas, la razón fue entronizada en las universidades medievales como el árbitro último de la mayoría de disputas y controversias intelectuales.
La creación de la universidad, el compromiso de la razón y el argumento racional, así como el espíritu amplio para la investigación, que caracterizaron la vida intelectual medieval, fueron “un don de la Edad Media latina para el mundo moderno... aunque sea un don que probablemente nunca sea reconocido”.
“Tal vez mantenga siempre el estatus que ha tenido durante los últimos cuatro siglos como el secreto mejor guardado de la civilización occidental”.
Por Thomas E. Woods, Jr., historiador de Harvard y con un doctorado en Columbia. Título original del libro: “How the Catholic Church Built Western Civilization”