Para quien no conoce la teología católica, el agua bendita puede parecer, con cierta razón, una especie de superstición.
A fin de cuentas, ¿cuál es el sentido de que una persona sea rociada con agua? ¿No existe otra forma de ser bendecido por Dios, en lugar de “atribuir poderes mágicos” a seres inanimados?
La economía sacramental
La respuesta católica para esa pregunta se encuentra en el sano equilibrio de la llamada economía sacramental.
La Iglesia, a lo largo de los siglos, ha enseñado siempre a sus hijos el aprecio por las cosas sensibles, ante el riesgo de que se oscurezcan los propios misterios de nuestra redención.
El Verbo, para descender al mundo, no rechazó “hacerse carne” y tomar una forma verdaderamente humana (cf. 1Jn 4,2); no despreció el matrimonio (cf. Mt 19, 3-9; Jn 2, 1-11), ni dudó en comer para conservar su cuerpo físico (cf. Mt 11,19; Jn 21, 9-14).
Al instituir los sacramentos, fue más allá y transformó las realidades visibles, como el agua, el pan y el vino, en verdaderos instrumentos de salvación.
Dice, por ejemplo, que “el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios” (Jn 3,5), o incluso: “si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros” (Jn 6, 53).
El respeto de los católicos por las cosas materiales, por lo tanto, fue aprendido del propio Jesús.
Él, para salvar al ser humano - cuerpo y alma -, quiso sabiamente distribuir su gracia invisible a través de instrumentos tangibles y perceptibles a los ojos humanos.
Los frutos de la gracia
“Oportet nos per aliqua sensibilia signa in spiritualia devenire (conviene que a través de señales sensibles lleguemos a las realidades espirituales)” (S.Th., III, q. 61, a. 4, ad 1), dice santo Tomás de Aquino.
Para investigar cómo el agua bendita se introduce en esa economía, es necesario entender cómo los sacramentos actúan en la vida de los cristianos.
Aunque estos tengan su efecto, que es la gracia, ex opere operato (es decir, automáticamente), las personas recogen frutos en la medida en que se disponen interiormente a recibirlos.
Así, por ejemplo, quien se arrepiente de sus pecados y es absuelto por el sacerdote en la confesión, ciertamente recibe la gracia santificadora. Pero aquel que tuvo una contrición mayor recibirá una porción de gracia también mayor.
Quien se acerca dignamente a la Eucaristía, del mismo modo, ciertamente recibe la gracia de Cristo, pero cuanto más devotamente comulgue, mayor será su grado de comunión con Dios.
Los sacramentales
Los llamados sacramentales –de los que el agua bendita es un tipo-, aunque no tengan el efecto del sacramento, que es la obtención de la gracia, actúan disponiendo a la persona para su recepción.
El agua bendita, por ejemplo, explica el doctor Angélico, actúa de manera negativa, dirigiéndose (1) “contra las insidias del demonio y (2) contra los pecados veniales” (cf. S. Th., III, q. 65, a.1, ad 6).
Puede relacionarse con el “exorcismo”, con la diferencia de que este es aplicado contra la acción demoníaca desde dentro, mientras que “el agua bendita es dada contra los asaltos de los demonios que vienen del exterior” (S. Th., III, q. 71, a. 2, ad 3).
Para este fin específico, se trata de un instrumento verdaderamente eficaz, ampliamente comprobado por el uso de los santos.
Santa Teresa de Ávila, por ejemplo, recomendaba a sus hermanas que nunca anduvieran sin agua bendita y que se sirvieran de ella con frecuencia:
“Vosotras no imagináis el alivio que se siente cuando se tiene agua bendita”, decía. “Es un gran bien disfrutar con tanta facilidad de la sangre de Cristo”.
Segundo, en cuanto a los pecados veniales, el agua bendita actúa mientras “despierta un movimiento de respeto en relación a Dios y a las cosas divinas” (S. Th., III, q. 87, a. 3).
A diferencia de otras prácticas devotas que, realizadas con fervor, también borran las faltas veniales –como la oración del Padrenuestro o un acto de contrición-, el agua bendita trae consigo el poder de la bendición sacerdotal, lo que da mayor eficacia a su uso.
La santificación
El agua bendita no es, por lo tanto, de una superstición, sino un recurso extremadamente útil y piadoso para quien quiere santificarse a través de la oración de la Iglesia.
El catecismo de la Iglesia católica advierte:
Por eso, acompañado de la aspersión del agua bendita debe ir siempre un grado cada vez mayor de fervor a Dios, sin el cual cualquier práctica religiosa, por más piadosa que sea, pierde su sentido último.