¡Jesús manso y humilde de corazón, haz mi corazón semejante al tuyo!Jesús, cuando eras peregrino en nuestra tierra, tú nos dijiste: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y vuestra alma encontrará descanso”.
Sí, poderoso Monarca de los cielos, mi alma encuentra en ti su descanso al ver cómo, revestido de la forma y de la naturaleza de esclavo, te rebajas hasta lavar los pies a tus apóstoles.
Entonces me acuerdo de aquellas palabras que pronunciaste para enseñarme a practicar la humildad: “Os he dado ejemplo para que lo que he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis. El discípulo no es más que su maestro… Puesto que sabéis esto, dichosos vosotros si lo ponéis en práctica”.
Yo comprendo, Señor, estas palabras salidas de tu corazón manso y humilde, y quiero practicarlas con la ayuda de tu gracia.
Quiero abajarme con humildad y someter mi voluntad a la de mis hermanas, sin contradecirles en nada y sin andar averiguando si tienen derecho o no a mandarme.
Nadie, Amor mío, tenía ese derecho sobre ti, y sin embargo obedeciste, no sólo a la Virgen Santísima y a san José, sino hasta a tus mismos verdugos.
Y ahora te veo colmar en la hostia la medida de tus anonadamientos. ¡Qué humildad la tuya, Rey de la gloria, al someterte a todos tus sacerdotes, sin hacer alguna distinción entre los que te amen y los que, por desgracia, son tibios o fríos en tu servicio…!
A su llamada, Tú bajas del cielo; pueden adelantar o retrasar la hora del santo sacrificio, que Tú estás siempre pronto a su voz…
¡Qué manso y humilde de corazón me pareces, Amor mío, bajo el velo de la blanca hostia! Para enseñarme la humildad, ya no puedes abajarte más.
Por eso, para responder a tu amor, yo también quiero desear que mis hermanas me pongan siempre en el último lugar y compartir tus humillaciones, para “tener parte contigo” en el reino de los cielos.
Pero tú, Señor, conoces mi debilidad. Cada mañana tomo la resolución de practicar la humildad, y por la noche reconozco que he vuelto a cometer muchas faltas de orgullo. Al ver esto, me tienta el desaliento, pero sé que el desaliento es también una forma de orgullo.
Por eso, quiero, Dios mío, fundar mi esperanza sólo en ti. Ya que tú lo puedes todo, haz que nazca en mi alma la virtud que deseo. Para alcanzar esta gracia de tu infinita misericordia, te repetiré muchas veces: “¡Jesús manso y humilde de corazón, haz mi corazón semejante al tuyo!”.
Por Santa Teresa de Lisieux
Artículo originalmente publicado por Oleada Joven