Aumenta en el mundo un fenómeno preocupante: el maltrato al anciano, sobre todo por parte de sus familiares
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La expresión “cultura del descarte”, que en más de una oportunidad ha utilizado el Papa Francisco, nos evoca un modo de pensar y vivir que nos deshumaniza progresivamente. ¿Qué es lo que más se valora en la cultura dominante? Responder a esta pregunta nos puede ayudar a comprender las causas de la indiferencia ante los ancianos, especialmente hacia los más vulnerables.
Vivimos en una sociedad del rendimiento y la productividad, en la que un ser humano es lo que rinde, lo que produce. El valor que uno da a sí mismo y a los demás está pautado por este aire sociocultural que respiramos, donde los valores que se imponen son los del mercado, en todos los ámbitos de la vida y de las relaciones humanas: ¡vale lo que produce!
En este contexto es comprensible que aquello en lo que se apoyaba la propia autoestima de las personas jóvenes, con la vejez vaya desapareciendo y con ello también sientan la desvalorización por parte de los demás.
Cuando el valor de la propia vida depende del tipo de trabajo que se realiza, de la productividad, de la influencia y posición social, de la apariencia y la fuerza física, de la independencia económica, de la eficiencia profesional, y estas cosas comienzan a perderse por la edad, aparecen sentimientos de una gran frustración e impotencia, al tiempo que una desorientación general sobre el sentido de la vida y el sentimiento creciente de sentirse una “carga” o un “estorbo” para los demás. Pero esto se recrudece cuando los más jóvenes ven a los ancianos como cargas y estorbos, llegando a vivir con “normalidad” situaciones de auténtico maltrato y vulneración de los derechos de las personas ancianas.
El pasado 15 de junio se celebró, como cada año desde el 2012 por resolución de la ONU, el día mundial contra el abuso y maltrato en la vejez. En varios países ese día se realizan campañas contra el maltrato a los ancianos y hay varias organizaciones preocupadas por este tema, que afecta a millones de seres humanos que merecen la atención de la comunidad internacional y de cada uno de nosotros.
La expectativa de vida ha aumentado considerablemente; además, las personas se mantienen sanas durante más tiempo y según estimaciones recientes, para el año 2050 más del 20% de la población mundial tendrá más de 60 años.
Por otra parte, el envejecimiento se va haciendo cada vez más diferenciado, ya que podemos distinguir varias etapas dentro de la propia vejez. Por un lado están los “ancianos jóvenes”, recién jubilados, que todavía están muy sanos de cuerpo y mente, y pueden seguir muy activos después de los 60 y 65 años. Luego hay otros que ya sufren deterioros importantes de salud y otros que ya no se valen por sí mismos y necesitan atención permanente. Finalmente están aquellos que por padecer enfermedades que provocan trastornos de la personalidad -senilidad o Alzheimer-, tienen una dependencia absoluta para sus cuidados.
Valóralos: no los maltrates
No valorarlos nos ha llevado a perder la sensibilidad ante su maltrato cotidiano, que pasa inadvertido incluso para sus propios hijos y nietos. El abuso y el maltrato a los ancianos no solo existe en la calle, en algunos centros de salud, sino también en el propio hogar. El maltrato a los mayores es un grave problema de salud pública y un drama para toda la sociedad.
En varios países no solo hay denuncias cotidianas de violencia intrafamiliar, sino de abusos de apropiación de sus ingresos y viviendas. El abandono, la omisión de asistencia, abusos financieros, desalojos y maltrato psicológico y físico, son el pan cotidiano de muchos de nuestros abuelos. Los maltratadores en la mayoría de los casos son los mismos hijos y nietos. Muchos ni siquiera ven el abandono como una forma de maltrato.
Un tesoro olvidado
Todavía hoy en otras culturas, el anciano es un tesoro de sabiduría, alguien reverenciado por su trayectoria temporal, por su experiencia vital, por su talento acumulado. Los ancianos son los que han salvado los tesoros más ricos de las tradiciones humanas. Nosotros hemos perdido la memoria de su lugar en el mundo.
El dominio de la lógica tecnoeconómica en todos los ámbitos de la vida y los valores que se imponen nos han dejado ciegos ante el tesoro que esconde la vejez.
Muchas personas adultas se sienten deslumbradas por la información actualizada y los conocimientos técnicos que dominan los adolescentes y jóvenes. También tienen cierta desorientación por los cambios culturales que han operado en unas pocas décadas y que los deja con muchos complejos, como para ponerse de consejeros de los más jóvenes. Pero esto es solo una imagen superflua de los cambios culturales, porque la realidad del talento adulto es bien distinta a como es valorada.
Los mayores traslucen una actitud vital y una libertad interior que es fruto de la madurez, que no nos puede aportar la ciencia y la técnica, ni está disponible en internet. Los mayores tienen talentos especiales que solo los da el tiempo y ninguna maestría universitaria. La sabiduría para distinguir lo importante de lo superfluo, la mirada contemplativa y profunda sobre los acontecimientos, la paciencia que sabe esperar con alegría, la fortaleza interior y el aguante para sostener a quienes no soportan la frustración, la prudencia del autocuidado, la visión amplia y desafectada frente a las urgencias cotidianas.
Los mayores traen paz y aceptación a un mundo herido, nos regalan otro modo de vivir el tiempo y la gratuidad. Lejos ya de los sueños adolescentes, el anciano nos enseña a enfrentarnos con la verdad de la vida, con un realismo profundo, para hacernos capaces de distinguir lo efímero de lo que permanece.
Los mayores también nos enseñan a ser vulnerables, a aceptar nuestros límites, a que no se puede hacer todo, a amar nuestra verdad y a no querer ser lo que no somos. En muchos países hay empresas que comenzaron a invertir en recuperar el talento de los jubilados, que si bien no pueden hacer el trabajo de los jóvenes, tienen un tesoro de experiencia acumulada que no debería ser desperdiciada y que puede ser iluminadora para las nuevas generaciones de jóvenes emprendedores.
Una nueva etapa con sentido
El miedo a la inutilidad que acompaña el envejecimiento, el miedo a volverse un peso, a quedar solo y abandonado, solo puede vencerse cuando se descubre que cada etapa nueva de la vida puede hallar un nuevo sentido, una nueva luz para vivir de otra manera. El horizonte existencial ya no debe estar pautado por las reglas de la juventud, sino que ahora el tiempo se vive desde otro lugar.
No hay receta para ninguna etapa de la vida, pero sí sabemos que las personas cuya vida tiene sentido, viven más felices y se vuelven siempre fecundas. Aceptar el límite y la inutilidad nos abre a la dignidad de otro modo de vivir. No valemos por lo que hacemos o tenemos, sino por quienes somos. Nadie es amado de verdad por lo que hace, sino solo por quien es. Esto lo repetimos durante nuestra juventud como frases muy bonitas, pero solo pueden comprenderse y vivirse cuando lo que hacemos ya no vale tanto y solo queda lo que realmente importa: quienes somos.
El ejemplo de muchos mayores que en la etapa postjubilatoria volvieron a estudiar, a ejercer nuevas tareas, a dedicarse a otros en incontables tareas de voluntariado, son el signo de que hemos estado ciegos para ver la riqueza que se esconde en la plenitud de la vida.
La visión cristiana es contracultural en el ambiente que valora lo productivo, porque el ser humano a medida que envejece camina hacia la vida más plena. Solo los que saben morir a lo que ya fue, pueden abrirse a lo que vendrá. Por eso toda la vida es adviento, es espera cotidiana de que lo mejor está por venir, es esperanza firme de que mientras nos vamos deteriorando exteriormente, nuestra interioridad va creciendo como en ninguna otra etapa de la vida.
Caminos por recorrer
Educar en las empresas a las personas que están cerca de su jubilación, para vivir plenamente la nueva etapa que se avecina, es un bien social invaluable. Ayudar a las personas a valorarse, a descubrirle el sentido a cada nueva etapa de su vida, a descubrir y valorar sus talentos y ponerlos al servicio de los más jóvenes, es una tarea que exige compromiso y dedicación.
Educar a los más jóvenes sobre el valor de la vejez y sensibilizarlos sobre esta etapa de la vida es la mejor prevención contra el maltrato y para abrirlos a un nuevo modo de ver la realidad de la propia vida. Toda vida es limitada y frágil, por eso, una vida auténtica es una vida que sabe aceptar la realidad y mirar lo que no se puede eludir, es una vida que sabe asumir el límite de la propia finitud como la verdadera posibilidad de una existencia verdaderamente humana. Solo cuando descubro el límite como mi verdadera posibilidad, puedo hacer de la vida algo real.
Ayudar a otros a despertar de una vida inauténtica, de una vida distraída y alienada, solo es posible si damos espacio a otro modo de ver, a otros valores. Muchos viven en una falsa realidad, como lo expresaba el filósofo J. Pieper en 1958:
“Nos referimos a esa pseudorrealidad de los estímulos vacíos, que se origina en la incapacidad para la reflexión, para el silencio, la meditación y el ocio; a la pseudorrealidad que esta incapacidad exige y expande cada vez más, y a los estímulos que sirven a la efímera satisfacción del aburrimiento público y reciben el aplauso y la simpatía de los muchos”.
Redescubrir el valor de la reflexión serena, del silencio y del ocio, de la gratuidad, del asombro ante lo cotidiano, es solo posible si educamos en nuevas capacidades, que son muy antiguas, pero demasiado olvidadas en la “cultura del descarte”. Los ancianos tienen mucho que enseñarnos sobre virtudes como la serenidad, la paciencia, la gratitud, la benevolencia, la libertad interior y el amor. ¡Recuperarlos como maestros de la vida es tarea de todos!
El Papa Francisco lo expresó con gran claridad: “Los ancianos son una gran inyección de sabiduría también para toda la sociedad humana: sobre todo para la que está demasiado ocupada, demasiado empeñada, demasiado distraída”.