Aferrarnos nos maltrata el almaCrecer es aprender a decir adiós…
Pero un adiós contundente. Un punto y final. Un “me despido porque me sobran los motivos y no volveré más”.
No un hasta luego, o hasta que la vida nos separe de manera irremediable. No. Eso nos obliga a hurgar en la herida, a hacernos sangrar, a perder fuerzas.
Cuando creces, sin embargo, es inevitable decir adiós a muchas cosas. A personas, a situaciones, a lugares… Mejor dicho, empiezas a crecer cuando dices adiós.
Eso sí, en cuanto que eres capaz de desligarte de algo que te ha aprisionado durante mucho tiempo, consigues una claridad mental que nunca antes habías tenido.
Cuando maduras te das cuenta de que la misma razón por la que te obligas a poner “toda la carne en el asador”, deberías de obligarte a dejar algo en el congelador. Es decir, que deberías reservarte algo siempre; un 5%, no hace falta más.
Guárdate un rincón para ti, para reflexionar sobre el mundo, sobre tus relaciones y sobre ti mismo. Porque si dedicas el 100% de tu existencia a los demás, acabarás sintiéndote vacío, insensible y desconcertado.
Cuando consigas decir adiós a alguien o a algo, no te permitas retroceder y pon en práctica esa capacidad que has adquirido para analizar la vida. Lo útil de lo inútil, lo que enriquece de lo que desgasta.
Aferrarnos y no soltar nos desnuda y nos maltrata el alma. Los “hasta luego” nos llenan de frío intenso o de calor abrasador, nos obligan a vivir prolongando una agonía que nos deteriora hasta límites insospechados y que nos impide ser nosotros mismos.
No atreverse a decir adiós es dejarle la puerta abierta al dolor, permitir que nuestro corazón agonice y dejar que nos suplique y se arrastre ante alguien que no quiere ver, ni oír ni sentir.
Aprender a decir adiós a quien no hizo nada para quedarse la única manera de alcanzar la libertad emocional. Sin embargo, debemos tener muy claro que este es un primer paso hacia un sendero que nunca más debemos de volver a recorrer.
Cultiva relaciones que te hagan crecer, que te alimenten, que no te castiguen y que te acompañen; en definitiva, cultiva aquello que te haga ser feliz y suelta lo que no te enriquece y que te hace daño.
Por el padre Adrian Francisco Roelly
Artículo originalmente publicado por Oleada Joven