La mayoría de nuestros problemas para relacionarnos están en nosotros y no en los demás
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Muchas personas se quejan diariamente de las enormes dificultades que tienen para establecer nuevas amistades o para mejorar sus relaciones familiares o laborales. Es cierto que muchas veces las personas con las que nos vinculamos pueden ser egoístas e indiferentes con nosotros, pero también es cierto que la mayoría de nuestros problemas para relacionarnos están en nosotros y no en los demás.
No hay recetas fáciles para lograr una mejor comunicación con los demás, pero es importante mirar dentro de nosotros mismos y hacernos algunas preguntas, porque una de las principales fuentes de conflictos es la falta de aceptación.
¿Dependo demasiado de la mirada ajena, de los elogios o de las críticas? ¿Estoy pendiente de lo que se dice de mí? ¿Busco afanosamente agradar siempre?
Todos necesitamos ser aceptados por los demás y aceptarnos a nosotros mismos para ser felices. Es una necesidad básica de la vida humana. De hecho, nada es tan devastador como no sentirse aceptado.
“Cuando no soy aceptado, se rompe algo en mí. El niño que no es bienvenido se frustra desde las raíces mismas de su existencia. El estudiante que no se siente aceptado por su profesor no aprenderá. El hombre que no se siente aceptado por sus compañeros de trabajo padecerá de úlcera y será una molestia en su hogar. Muchos de los historiales de los reclusos revelan que en algún momento de su existencia erraron el camino porque no había nadie que realmente los aceptara. Del mismo modo, cuando un cristiano no se siente aceptado por su comunidad, no puede ser feliz. Una vida sin aceptación es una vida en la cual no se satisface la necesidad humana más básica”[1].
La falta de aceptación puede llevarnos a querer ser lo que no somos y a construirnos una máscara, a vivir pendientes de la aprobación ajena, del aplauso, del elogio. Pero por este camino nos esclavizamos todo el tiempo. Si renuncio a ser yo mismo, terminaré vacío y sin nada verdadero para ofrecer a los demás. En mi intimidad sabré que si me manifiestan amor, no es a mí, sino al personaje que he creado para agradar a todos.
Lo que necesitamos es que nos acepten a nosotros, no la ficción que creamos de nosotros mismos. Porque estar demasiado atento a las miradas ajenas nos llevará a un profundo auto-rechazo y al aislamiento. No son pocos los que buscan la comodidad de vivir detrás de un ordenador o detrás de su teléfono móvil, para no encontrarse de verdad con nadie.
Somos más que lo que hacemos
En una sociedad que valora el hacer, la productividad, las personas se sienten valiosas por lo que hacen, no tanto por lo que son. Pero cualquier persona puede hacer lo que yo hago, mejor o peor, pero lo puede hacer. En cambio nadie puede ser quien soy. Somos únicos e irrepetibles y valemos por quienes somos, no por lo que hagamos o dejemos de hacer. La aceptación de uno mismo no tiene que ver con ser exitosos o desarrollar habilidades, sino con amar lo que somos.
Una persona que es aceptada por otros y que se acepta a sí misma, es siempre una persona feliz. Cuando no se siente aceptada, buscará mil formas “creativas” para compensar esa falta y se sentirá siempre vacía.
El autoritarismo es una manifestación de la propia inseguridad, del temor a perder el control. La crítica hacia los demás es una forma de sentirnos superiores o mejores, de buscar todo el tiempo el defecto en el otro. La falta de aceptación es también una falta de seguridad en nosotros mismos, que nos hace rígidos, orgullosos, temerosos y profundamente inseguros.
Cuando tenemos la mirada demasiado puesta en nosotros, nos volvemos autorreferenciales, hablamos solo de nosotros y de nuestras cosas, reclamando siempre el afecto de los demás y culpándolos siempre de no ser lo que esperamos.
Cuando las personas se vuelven así de demandantes y egoístas, se confirman sus miedos: nadie quiere estar a su lado. No porque no sea posible amarla, sino porque no se deja amar. La baja autoestima les lleva a ocuparse demasiado de sí mismos y a no ver a los demás.
Las tres tentaciones: poder, aparentar, tener
Henri Nouwen[2] describe las tres tentaciones fundamentales del ser humano cuando no se siente amado, como caminos ilusorios para compensar la falta de amor, de aceptación. Detrás de la aparente seguridad del poder, del aparentar y del tener, se esconde un profundo sentimiento de vulnerabilidad e inseguridad.
“Bajo los grandes logros de nuestro tiempo existe una corriente profunda de desesperación. Al mismo tiempo que la eficacia y el dominio de la realidad son las grandes aspiraciones de nuestra sociedad, el sentimiento de soledad, el aislamiento, la falta de amistad e intimidad, las relaciones rotas, el aburrimiento, los sentimientos de vacío y depresión, y un sentimiento profundo de inutilidad llenan los corazones de millones de personas en nuestro mundo, totalmente orientado hacia el éxito.
…Un grito se levanta tras toda esa decadencia: ¿Hay alguien que me ame? ¿Hay alguien a quien yo le importe verdaderamente? ¿Hay alguien que quiera quedarse conmigo? ¿Hay alguien que quiera estar a mi lado cuando pierda el control de mí mismo, cuando sienta ganas de llorar? ¿Hay alguien que quiera apoyarme y hacerme sentir que pertenezco a algo o a alguien? Sentirse un ser sin importancia es una experiencia más general de lo que pensamos cuando miramos este mundo que aparenta ser tan autosuficiente”.
La búsqueda de apoyos materiales revela más de nuestra debilidad que de nuestros méritos y aquí aparecen las tentaciones del poder, del aparentar y del tener.
La búsqueda del poder como dominio de los otros es un signo de la incapacidad para amarlos. Quien tiene que dominar no sabe amar, porque su interior está lleno de miedos e inseguridades.
“El amor echa fuera el miedo” y solo el verdadero amor nos hace libres de la esclavitud del poder. Vemos constantemente personas que cuando tienen poder, manifiestan toda su inseguridad en imponerse, cuando la verdadera autoridad solo brota del amor.
Solo obedece (escucha) de corazón quien se sabe amado. Hasta en ámbitos laborales se percibe claramente la diferencia entre un líder con libertad interior que no necesita imponerse y un jefe que siendo incapaz de pensar en los demás, solo busca desesperadamente no perder el control.
Por otra parte, el mundo del aparentar, la cultura de los hombres y mujeres “de éxito”, lleva a muchos a un autoengaño constante. La búsqueda de aparentar lo que no soy, de ser otro, la necesidad de exagerar las propias cualidades o logros, la comparación permanente con los otros, son la otra cara de una imagen muy pobre de uno mismo.
Porque cuando uno es feliz de ser quien es, puede ser transparente y no se necesitan andamios de apariencias que a la larga no engañan a nadie, solo a uno mismo. La necesidad de mostrarse, de que otros vean lo que hago, dice algo de nuestra pobreza interior, de la superficialidad en la que vivimos.
Finalmente, el afán de tener, especialmente en una sociedad hiperconsumista, es también la cara oculta de un vacío interior que nunca encuentra la paz. La ilusión de ser más libres por poder comprar, nos hace olvidar el ejercicio de la verdadera libertad y nos anestesia sobre las modernas esclavitudes en las que vivimos, sin pensar demasiado en el sentido de la vida.
Las cosas más importantes de la vida, las que realmente nos hacen felices, no se pueden comprar en ningún lado, no dependen del dinero ni de los títulos académicos, no dependen del reconocimiento social, solo se reciben en el amor y gratuitamente.
Las personas que han alcanzado la madurez afectiva son muy libres interiormente, seguras de sí mismas y por eso naturalmente más humildes y creativas.
Cuando logramos aceptarnos a nosotros mismos, aceptamos a los demás con menos dificultades y no estamos pendientes de cómo los demás son con nosotros, sino de cómo amamos nosotros, de cuán auténticos y libres somos para poder construir relaciones más profundas y auténticas. La libertad que brota del amor deja fuera todos los miedos e inseguridades.
[1] VAN BREEMEN, P. (1998). Como pan que se parte. Santander: Sal Terrae. pp. 9-18.
[2] NOUWEN, H. (1998). En el nombre de Jesús. Un nuevo modelo de responsable de la comunidad cristiana. Madrid: PPC.