¿Son los organismos quiméricos un recurso viable médico y ético?
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El pasado enero, un equipo de investigadores del Instituto Salk de Estudios Biológicos en La Jolla, California, publicó un estudio en la revista Cell anunciando que habían “producido con éxito la primera quimera humano-cerdo”, un embrión que contiene células de dos especies diferentes. Los investigadores transformaron células de un humano adulto en células madre, luego inyectaron esas células en embriones de cerdo en una fase temprana de desarrollo, luego las implantaron en cerdos hembra y les permitieron desarrollarse durante algunas semanas, según se explica en un artículo publicado por el Instituto Smithsonian. Además, National Geographic informa de que “186 embriones quimera llegaron a la última fase”, lo cual implicaba que “cada uno tenía una entre 100.000 células humanas”.
El estudio aspira a producir órganos humanos alojados en animales no humanos, para futuros trasplantes. Ni que decir tiene que una investigación de este tipo no está carente de controversia, ya que plantea de forma directa cuestiones relativas a los derechos de los animales —sobre estudios in vitro usando embriones y también investigaciones in vivo con animales conscientes y desarrollados— y, evidentemente, relativas a qué consideramos que es un ser humano.
Según el doctor Daniel Garry —en una entrevista publicada en The Guardian por Hannah Devlin—, un cardiólogo que dirige otro proyecto sobre organismos quiméricos en la Universidad de Minnesota, el experimento se llevó a cabo de forma responsable, tanto desde una perspectiva médica como ética. La posibilidad de un organismo mitad humano mitad bestia (literalmente, una quimera) es totalmente impensable, ya que este tipo de investigación solo trata de averiguar si es realmente posible “guiar” a las células humanas “para formar un órgano determinado en cerdos”.
Sin embargo, según explica Göran Hermerén, un filósofo sueco de la Universidad de Lunds, el hecho de que nuestra cultura considere a los seres humanos como seres diferentes de los animales —es decir, con un estatus ético y legal diferente— tiene varias implicaciones en estos experimentos. La primera diferencia está en el hecho de que “un ser humano” no es solo un concepto biológico, sino también moral: los humanos son actores morales, responsables, capaces de una acción intencionada. Aquí se traza una línea. Según explica Hermerén:
“En lo relativo al objetivo de desarrollar órganos humanos en animales como los cerdos (…), un reto fundamental es la barrera xenogénica: se calcula que estas dos especies divergieron hace casi 100 millones de años, así que, ¿es siquiera factible usar un cerdo como ‘incubadora’ para órganos humanos? Si esta barrera no puede superarse, ¿podríamos usar primates? O, llevando el caso a lo extremo, ¿se podría concebir incluso utilizar a personas en un estado vegetativo permanente o que padezcan demencia senil (que podrían no mostrar las características básicas de acción intencional, autorreflexión y autocomprensión que mencionamos antes) como incubadoras? Puede que suene a ciencia ficción o distopía, pero debería discutirse antes de que sea científicamente viable”.
Aun con todo, la perspectiva ética de Hermerén sobre este asunto deja cierto margen, en el único caso de que los métodos empleados para lograr el objetivo de esta investigación sean de hecho factibles y si no hay métodos menos controvertidos disponibles para lograr estos fines, ya que el objetivo de la investigación es, sin duda alguna, importante. Todavía no se ha pronunciado una última palabra en este debate, ni en su extremo médico ni en el ético.