Hoy día ya no hace falta hablar de Dios en el cine de puntillas. Lo que hay que hacer es distinguir el trigo de la paja
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Desde que el mundo es mundo la sociedad ha sido muy crítica con eso de hablar de Dios, más en los ámbitos privados -por si eras rechazado de inmediato e ibas por la calle marcado- que en los ambientes más públicos donde se hablaba más de cara a la galería.
Estos son los prejuicios naturales que fluctúan según las épocas. Durante muchísimos años, preferiblemente desde los 50 a los 70, el cine español gozó en buena medida de personalidad y criterio al rodar películas, no digamos religioso, pero sí con un componente trascendente de fondo, al que no se le hacía mucho caso porque formaba parte del hogar y no molestaba.
Por poner algunos ejemplos, ahí tenemos a las películas de tono familiar, El pisito (Marco Ferreri e Isidoro M. Ferry, 1959), Plácido (Luis García Berlanga, 1961) o La familia y uno más (Fernando Palacios, 1965). Las había de tono religioso como Sor Citröen (Pedro Lazaga, 1967) o Marcelino Pan y vino (Ladislao Vajda, 1954), respetuosas en su tratamiento sobre Dios o la religión.
Al tiempo, los desaparecidos intérpretes José Luis López Vázquez, Gracita Morales o Lina Morgan no ocultaban su fe. Hablaban de ella en público y se dejaban ver en actos religiosos. Tal vez lo más llamativo sea la mirada, que a mi juicio me parece más valiosa, de algunas otras figuras del cine contemporáneas como Miguel Hermoso (Como un relámpago, 1996), Pedro Almodóvar (Hable con ella, 2004, Volver, 2006) o Gracia Querejeta (Héctor, 2004), que siendo muy populares directores de cine y viviendo en las antípodas del cine religioso, son quienes con más interés lo han mostrado en sus películas y con más respeto, a pesar de que en público lo hayan negado.
Ya se sabe que fuera de nuestras fronteras, igualmente se hacía cine religioso -el famoso peplum- (Los 10 mandamientos (Cecil B. DeMille, 1956), Ben-Hur (William Wyler, 1959 o Espartaco (Stanley Kubrick, 1960) o no tan peplum como Becket (Peter Glenville, 1964) o Un hombre para la eternidad (Fred Zinnemann, 1966). En cualquiera de los dos tipos de películas se hablaba de Dios sin problemas.
Un apunte sobre el caso Disney
Sin embargo, la factoría Disney hace tres años dio una vuelta de tuerca al tema con su peli Frozen. Es un imperio cinematográfico, de medios y de entretenimiento, que no entiende la trascendencia. En la línea más pobre del pensamiento políticamente correcto, arriesga en efectos especiales, pero nunca en la defensa de los valores naturales sobre los que todos -querámoslo o no- vivimos inmersos.
La multinacional, que sirve contenidos a millones de niños, jóvenes y adultos en el mundo, fue noticia tras las declaraciones de Robert Lopez y Kristen Anderson-Lopez, autores de las letras de la banda sonora de la película antedicha en las que dejaron claro que la palabra Dios está prohibida en las películas de Disney.
Hollywood censura contenidos a conveniencia, a cambio de una presunta ideología poderosa y dominante, que sólo es capaz de llevar a cabo el más ruin de los lobbies, es decir, el feminista. Y eso que el señor Disney dejó escrita y bien clarita su postura sobre la importancia de los valores religiosos en la sociedad y en su propia vida.
Ariel Dorfman y Armand Mattelart, biógrafos de Walt Disney, en su ensayo Para leer al pato Donald (1971), las películas del sello Disney se ajustaban inicialmente a la defensa de los valores del ‘american way of life’ (el modo de vida americano). Quizá ese ha sido problema de los herederos del proyecto, sobre todo cuando el ‘american way of life’ ha cambiado.
A eso hay que añadir que la compañía Disney cotiza en bolsa. No es malo en sí mismo (es una fuente de financiación), pero en muchas ocasiones tuerce voluntades para evitar campañas incómodas. Las servidumbres de los mercados especulativos son así.
De vuelta a España, afortunadamente, tenemos aún en la retina un caudal poderoso de cine religioso, o espiritual, del que hacen gala las distribuidoras European Dreams Factory (La cabaña, Stuart Hazeldine, 2017), Bosco Films (Red de Libertad, Pablo Moreno, 2017), Contracorriente Producciones (Luz de soledad, Pablo Moreno, 2016) o Goya Producciones (Juan Pablo II y la revolución de la libertad) -entre otras- capaces de hablar de Dios de otro modo, con figuras de relieve internacional, conscientes de que el mensaje cristiano interesa, no sólo porque reporte beneficios económicos, pero es que si no se muestra, es como si no existiera.
Después hemos comprobado, en este sentido, que el documental de Juan Manuel Cotelo, La última cima (2010) resultó ser un producto utilísimo para reavivar conciencias, tal vez el punto de partida de hablar de cine a las claras y de Dios sin tapujos. Y a partir de ahí ha sido un no parar de hacer cine con estas características, o de redescubrir películas con ese componente al fondo -trascendencia- en el que apenas se repara, pero que está ahí. Es el caso de la comercial Ghost (Jerry Zucker, 1990).
Hoy día ya no hace falta hablar de Dios en el cine de puntillas. Lo que hay que hacer es distinguir el trigo de la paja. Tal vez esto sea más complicado.