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El Credo: un antiséptico para estos tiempos tóxicos

Giovanni de Campo, Apostles, frescoes of the apse, 1461, Caltignaga, Chiesa dei Santi Nazzaro e Celso (Sologno)

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Elizabeth Scalia - publicado el 14/11/17
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Se convirtió en mi oración preferida para ayudarme a construir mi sistema inmune espiritual

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Hace algunos años, mientras charlaba con una amiga que había llegado al catolicismo en gran parte gracias a su encuentro con el Rosario, admití arrepentida que mi propia valoración de la devoción, desde mi catolicismo de toda la vida, era poco fructífera.

Tardaba muchísimo, me quejé. Ella no estaba de acuerdo, pero admitió que quizás la oración se le hacía más rápida porque ella solía omitir el Credo apostólico del principio.

“Directamente te metes de lleno, ¿no?” Pregunté. “Bueno, beso el crucifijo y luego digo ‘Bueno, ya sabes, creo en todo eso y luego empiezo”.

Cuando pensaba en ello más tarde, me di cuenta de que yo tenía el hábito de apresurarme durante el Credo, tan rápido y tan inconsciente que, básicamente, lo omitía del Rosario.

Mi amiga al menos reconocía que creía en todo lo que contenía el Credo, aunque no lo pronunciara al completo. Yo lo recitaba en piloto automático, así que lo convertía en un ejercicio totalmente vacuo.

Las palabras sin ideas son peligrosas y volubles, para empezar, pero, en cualquier caso, ¿qué tipo de locura es repetir “Creo… Creo… Creo…” sin prestar atención a lo que viene a continuación?

En un mundo lleno de cosas “visibles e invisibles”, ¿qué tipo de estropicio creará semejante inconsciencia para las fuerzas de la luz y la oscuridad que luchan por nosotros?

Imaginaba a los ángeles diciendo en mi defensa: “Está pronunciando las palabras; una declaración imperfecta sigue siendo una declaración”.

“Una declaración sin raíz”, respondían entre risas los demonios. “Se derrumbará al primer desafío”.

Era cierto, y yo lo sabía. La “niña” ficticia de Flannery O’Connor quizás pensara que “podría ser una mártir si la mataban lo bastante rápido”, pero mi incapacidad para concentrarme durante una declaración sólida de fe durante el periodo aproximado de 30 segundos no hablaba muy bien de mis propias posibilidades…

El martirio crea santos, pero la convicción que apoya al testigo heroico debe fundamentarse en algo.

Agradecida por lo que consideré una instigación angelical, tomé la decisión consciente de afrontar de forma renovada el Credo apostólico.

Empecé a rezarlo con plena consciencia, todos los días, aunque no estuviera empezando un Rosario.

Por primera vez en mi vida, de verdad estaba reflexionando sobre lo que decía y de hecho me reafirmaba de corazón con cada parte: Sí, creo en Dios Padre; sí, creo en Jesucristo, Su Hijo. Sí, creo en que Jesús fue concebido por el Espíritu Santo y nacido de la Virgen María. Sí, creo. Creo en esto.

Y algo extraordinario sucedió. Pude sentir que se fortalecía mi conexión con Jesucristo y Su iglesia. Con cada consentimiento me daba cuenta de que conectaba y me amoldaba a un “SÍ” gigante y constante de Dios, que formó y mantiene toda la creación.

Pasé de acelerar este prefacio y oración a regodearme en él, a meditar sus misterios, a encontrar consuelo dentro de cada idea y, con el tiempo, a descubrir toda una nueva confianza en mi fe.

El Credo apostólico se convirtió en mi oración preferida en momentos de estrés, ya fuera sentada en la silla del dentista o en una sala de emergencias.

El apoyo fundacional para todos los “pequeños martirios” de la vida que nos condicionan ante lo que nos espera: Creo en la comunión de los santos, el perdón de los pecados, la resurrección de la carne y la vida eterna.

Esas palabras son armas capaces de protegernos en medio de la desolación y el miedo.

Amar el Credo apostólico significó ir más lejos; significó estar presente para ese otro Credo que desafiaba mi paciencia, el Credo niceno que declaramos cada domingo.

Significó anticiparme a un recitado mecánico y de mente abstraída para poder sumergirme mejor en sus profundidades inescrutables —nacido del Padre antes de todos los siglos— y luego hacer mía la oración lo mejor que supiera.

En la exquisita novela In This House of Brede [En esta casa de Brede], de Rumer Godden, una monja benedictina contempla los primeros y confusos efectos colaterales del Concilio Vaticano II y afirma: “La Iglesia ha tenido una intoxicación sanguínea; creo que porque ha perdido el desinfectante del Credo”.

Nuestro tiempo no es menos problemático. El buen desinfectante de nuestros Credos puede ayudarnos a construir nuestros sistemas inmunes espirituales, a hacerlos lo bastante fuertes como para soportar martirios grandes y pequeños.

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