Su humildad me conmueve. Como uno de tantos. Él que era Dios. Él que no tenía pecado. En apariencia es uno más
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Me gusta la imagen del agua. El agua que se derrama en mi alma, en mi corazón, en mi vida. Es el agua de Dios que calma la sed de eternidad que tengo. Purifica mis manchas y mis pecados. Limpia mis heridas. Me llena de la fuerza del Espíritu para que sepa cómo avanzar. El agua verdadera. El agua que viene de Dios me bendice. El agua que mana hasta la vida eterna. Me gusta la imagen del agua. Ese torrente de vida que calma mi sed.
Dice Benedicto XVI: Dios tiene sed de que tengamos sed de Él. Tengo sed. Lo reconozco. Necesito esa agua. El mundo pretende saciar mi sed. Busco las aguas estancadas, pantanosas. Busco aguas sucias que calmen mi sed de infinito. Pero veo que no sirve. El agua sucia no me calma. No llena mi alma de paz. El agua que no es de Dios no purifica mi corazón.
Hoy el agua que recibo al pedir perdón me limpia por dentro. Y me hace sentirme amado por Dios. Me quiere con locura. Me quiere más de lo que yo espero. Hoy recibo el agua de la misericordia y le pido a Dios que me regale su presencia. Jesús me perdona con esa agua que me purifica por dentro.
Jesús manifiesta su divinidad debajo de las aguas del Jordán, sumergido en las aguas de ese río que Él conocía tan bien. Unas aguas normales, nada especiales. No eran aguas benditas hasta que tocaron a Jesús. En esa cotidianidad de la vida de Juan, Jesús manifiesta su poder. Lo hace en medio de la rutina de un día de predicación: En aquel tiempo, proclamaba Juan: – Detrás de mí viene el que puede más que yo, y yo no merezco agacharme para desatarle las sandalias.
Ahora el agua manifiesta la divinidad de Jesús. Antes una estrella había señalado el lugar en el que tobaba mi carne el hijo de Dios. Las aguas de un río me revelan ahora dónde está Dios escondido. El que va a ser bautizado. El que es el centro de todo. El origen de mi salvación.
Decía el Papa Francisco: Recordémonos siempre: la fuerza de la Iglesia no habita en sí misma y en su capacidad organizativa, sino que se esconde en las aguas profundas de Dios. Y estas aguas agitan nuestros deseos, y los deseos agrandan nuestro corazón.
El agua de Dios me purifica y me llena de deseos profundos, de deseos de Dios. Me gusta mirar a Jesús en el Jordán. Me gusta verlo sencillo, de pie junto a otros hombres pecadores. Me gusta ver cómo se manifiesta como un hombre cualquiera. A la vista de muchos parece un pecador más. Recibe el bautismo de los pecadores aquel que no tenía pecado.
Su humildad me conmueve. Como uno de tantos. Él que era Dios. Él que no tenía pecado. En apariencia es uno más. En lo hondo de su ser es Dios mismo que acampa entre nosotros. Me impresiona esa humildad.
A mí me gustan los lugares especiales. Ser reconocido. No ponerme a la cola como uno más. Prefiero pasar delante, como alguien elegido. No tener que esperar. Que no piensen que soy uno más. Quiero que se acuerden de mí. Esta escena siempre me emociona. Jesús un hombre cualquiera, se acerca a Juan como sí Él necesitara conversión para seguir caminando. Pero no necesita la conversión. Ya pertenece a su Padre por entero. Tiene la pureza en el alma. Ama sin las trabas del pecado.
Sí. Jesús no es un pecador más. Pero sí es un hombre como otro cualquiera. Sufre, se apasiona, vive, y busca el querer de su Padre en las sombras del camino. Tal vez por eso sí necesita una señal, un signo para descifrar por dónde sigue su marcha. Necesita oír una voz y saberse amado. Y los que están cerca lo van a reconocer entonces y lo seguirán.
Jesús busca la luz y la fuerza del Espíritu para poder emprender su camino, su misión, ese camino que parece tan confuso. Y una vez lleno de Dios se pone en camino: Jesús de Nazaret, ungido por Dios con la fuerza del Espíritu Santo, pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con Él.
Me gusta pensar en ese hombre, hijo de Dios, lleno de Dios, que pasa haciendo el bien en medio de los hombres. Y pudo hacerlo porque Dios estaba en Él, con Él. Se acerca como un hombre cualquiera, porque necesita la luz de Dios. Y al ser bautizado recibe esa luz que es la experiencia de ese amor infinito de Dios. Es su hijo más amado. Su hijo predilecto.
Jesús comprende quién es Él y puede actuar. Comprende por dónde pasa su camino. Descubre su misión personal, su llamada más íntima. Jesús es el hombre lleno de misericordia. Ha experimentado la misericordia. Y comprende su misión de sanar corazones rotos. Miro a Jesús y pienso en mi mirada de compasión.
El otro día leía: La compasión es inclinarse ante el más débil, no para darle cosas, sino para darle el corazón, la amistad. De hecho hay dos formas de compasión. Una muy simple, hacer algo. Si alguien tiene hambre, dale de comer. Y también está la compasión en la que te doy mi corazón y estoy ahí contigo.
Esa doble compasión es la que vivió Jesús. Pasó haciendo el bien, haciendo gestos de amor. Sanando a los enfermos. Levantando a los caídos. Pero su acción más compasiva es su presencia a mi lado, silenciosa, callada. Es la compasión de Jesús en mi vida.