Un hombre bueno que luchó por la igualdad de los hijos de Dios, admirado, entre otros, por el papa FranciscoDos fechas marcan la memoria popular del jefe de la Conferencia de Liderazgo Cristiano del Sur de Estados Unidos, el doctor Martin Luther King Jr.
La primera, el 28 de agosto de 1963, cuando se dirigió a los manifestantes durante su discurso “Tengo un sueño” en el Lincoln Memorial en Washington.
La segunda, en un hotel de Memphis (Tennessee), el 4 de abril de 1968 cuando fue asesinado. La noche anterior había pronunciado un sermón pesaroso y atribulado en el Templo Obrero de la localidad.
“No sé qué ocurrirá ahora. Tenemos días difíciles frente a nosotros […] Como a todos, me gustaría tener una vida larga. […] Pero eso ahora no me preocupa. Solo quiero cumplir la voluntad de Dios. Y él me ha permitido subir a la cima de la montaña”.
Y desde ahí, desde esa cima, había visto la tierra prometida.
“Puede que no llegué a ella con ustedes. Pero quiero que esta noche sepan que nosotros, como pueblo, alcanzaremos la tierra prometida. Y estoy feliz por ello. Nada me preocupa. No temo a ningún hombre…”.
El balcón del Motel Lorraine, en Memphis, ha quedado en la memoria del dolor de un hombre bueno, uno hombre que luchó por la igualdad de los hijos de Dios. Admirado, entre otros muchos, por el papa Francisco.
Un francotirador –apostado en la ventana de una casa de huéspedes frente al Lorraine- acabó con el sueño de la igualdad del doctor King; igualdad entre negros y blancos, entre católicos y cristianos, entre ricos y pobres.
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Una lección no aprendida
50 años después de su muerte, los comentarios de la prensa estadounidense podían resumirse en esta frase de Leonard Pitts Jr. en el Nuevo Herald de Miami: “No, las cosas no están tan mal como antes. Pero eso no significa que estén bien”.
Una huelga de recogedores de basura de Memphis –por la pertinaz lluvia que azotaba a esa ciudad—y la marcha que iba a encabezar (porque los trabajadores blancos cobraban su salarios, pero los negros no) fue el acto previo a su muerte.
Esta llegó cuando asomaba al balcón del primer piso, habitación 306, del pequeño hotelito de Memphis. Se disponía a ir a cenar con unos amigos. Pero un certero disparo de un rifle Remington-Peters le atravesó el cuello. Eran las 18.01 de la tarde.
Como en el caso del asesinato de John F. Kennedy, los seguidores del doctor King, como Andrew Young, nunca se preguntaron quién lo había matado sino qué lo había matado. La respuesta entonces y ahora es la misma: lo mató el odio.
La justicia habló del asesino, reconocido como James Earl Ray (40 años cuando disparó): prófugo de la justicia, borrachín empedernido, ratero de poca monta y peleonero. Pero fue él, quizá, el que jaló el gatillo desde el cuarto de baño de la casa de huéspedes. ¿Y detrás de Ray?
Detrás de él había una trama bien montada de intereses, teorías supremacistas, segregación racial, grupos violentos, una sociedad que no quería reconocer aquella famosa sentencia de King:
“Hemos aprendido a volar como los pájaros, a nadar como los peces; pero no hemos aprendido el sencillo arte de vivir como hermanos”.
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