El amor compromete tanto nuestra existencia que muchas veces hace inevitable el encuentro con el dolor. Más al no huir de su realidad, en vez de perder nuestra vida la ganaremos. Y seremos capaces de sanar cualquiera de nuestras heridas
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Descorrí las cortinas de mi sala para dejar entrar los tenues rayos de luz de la mañana, y vi flotar a través de ellos las diminutas e inevitables partículas que me recuerdan ese polvo espiritual que suele encontrarse en la consciencia, y que solo se logra ver a través de una sensibilidad que reclama el hecho de que aún existen aspectos de la vida que seguir reparando.
Sin sentimientos de culpa.
Sin embargo, hubo una etapa en nuestras vidas en la que mi esposo y yo, habiendo recibido nuestras propias heridas, no reparábamos ya en el dolor que nos pudieron haber infligido, sino en las heridas y dolor que por nuestros errores causamos a nuestros hijos.
Estábamos conscientes de que fue precisamente por nuestras heridas que los cometimos, así que pensaba: ¿Si hubiera sabido lo que sé hoy? ¿Si hubiera sido más paciente y comprensiva? ¿Si…
Ahora puedo alejar esas ideas, pues he comprendido que a pesar de todo, mi esposo y yo hemos crecido interiormente, de tal manera que contamos con más amor y sabiduría que la que les dimos en su momento.
Ya no transigimos con egoísmos, discusiones inútiles, falta de entrega, de abnegación, delicadeza, cariño. Entre nosotros sus padres y de nosotros hacia ellos.
La cálida luz alcanza sus fotografías.
Por unos momentos fijo mi vista en la del mayor con el que nos estrenamos como padres y fue nuestro conejillo de Indias, con él ensayamos nuestros errores y vivimos nuestros primeros temores al ser el primero en adentrarse en la vida. Eso explica quizá que sea más serio que los demás.
A él precisamente abrí mi alma pidiendo la dadiva de su comprensión, expresándole mí disposición y necesidad de reparar.
Le hable de aquellas manifestaciones de cariño con que celebrábamos la vida en nuestra amorosa relación, y que más de una vez fueron trocadas en sentidos regaños, castigos inmerecidos y duras exigencias.
En absurda incomprensión.
Casado y con su tercer retoño, mi hijo guardó unos momentos de reflexivo silencio para luego decirme:
-Mamá, tú y mi padre necesitan reconocer el valor de su propio desarrollo, pues solo de esa manera podrán ser capaces de seguir ayudándonos y hacer crecer a sus nietos con su amorosa ayuda. Significa que si se aman más a sí mismos, nos amaran más a nosotros, y el mejor regalo que nos pueden hacer es ser unos padres y abuelos sanos, amorosos.
Comprendí entonces que el dolor, la contradicción y los errores personales son parte del juego de la vida y que más que preocuparnos acerca de las heridas que hemos causado, lo mejor que podemos hacer es sanar las propias, para no perder esa fuerza vital que de nosotros esperan.
La luz ha iluminado plenamente la sala y ya no observo flotar las partículas del finisimo polvo, sé que están ahí en el mundo físico y también “en ese otro” de mi intimidad aun cuando siento paz en mi interior.
Y reflexiono la plegaria:
“Señor, dame valor para cambiar aquello que puedo cambiar”.
Se vale toda lucha, mas no debo olvidar que lo más accesible de cambiar soy yo misma.
Las dificultades y contradicciones podrán permanecer, más lo que habrá de cambiar será mi forma de asumirlas cuando por amor elija lo que por otro motivo jamás habría elegido, aun cuando sea el dolor.
“Paciencia para aceptar lo que no puedo cambiar”
En el matrimonio, desde de sus inicios hasta la crisis de la adultez, se reciben heridas: un difícil cambio de trabajo, una quiebra económica, dificultades conyugales, hijos con problemas o que dejaron la casa distanciándose, el divorcio de uno de ellos, la pérdida de los ancianos padres o la difícil jubilación, un cuerpo que está envejeciendo o que está enfermo.
Cada una influye en muchas de nuestras actitudes, más no podemos quedar atorados, postrados en su dolor, pues debemos progresar hasta la aceptación con el propósito de seguir mejorando nuestra vida.
“Sabiduría para conocer la diferencia”.
Reconoceré la diferencia cuando al imponerse la realidad pierda la paz, me inconforme el dolor o de cabida a la angustiosa incertidumbre, entonces deberé siempre rectificar.
Recuerdo que cuando mis hijos recién nacidos me despertaban en altas horas de la madrugada, venciendo el sueño y cansancio les cambiaba el pañal, los alimentaba y arrullaba hasta que se volvían a dormir en mis brazos. Luego los observaba en silencio sintiendo palpitar el milagro de su vida junto al insondable misterio de mi impotencia al desear preservarlos de todo mal en la vida.
Entonces hacia un acto de fe y me volvía a dormir profundamente… Dios se encargaría.
Por Orfa Astorga de Lira
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