Las directrices de la Iglesia en esta cuestión destacan la realidad de la presencia de Jesús en la Eucaristía
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A veces durante la distribución de la Sagrada Comunión en la misa, puede caerse al suelo una hostia o derramarse accidentalmente la preciosa sangre.
Cuando esto sucede, el sacerdote, diácono o ministro extraordinario de la Sagrada Comunión está encargado de velar por que el cuerpo y la sangre de Jesús sean tratados con la debida reverencia.
Según la Instrucción General del Misal Romano: “Si se cae la Hostia o alguna partícula, recójase con reverencia; pero si se derrama algo de la Sangre del Señor, lávese con agua el lugar donde hubiere caído y, después, viértase esta agua en el “sacrarium” (o piscina) colocado en la sacristía” (IGMR, 280).
El “sacrarium” es una pileta especial en la habitación contigua al sagrario que tiene un desagüe que va directo al suelo. De este modo, los elementos naturales regresan a la tierra de forma digna.
Este procedimiento sigue la línea de una instrucción más antigua, un documento titulado De Defectibus, que manifiesta: “Si la hostia consagrada o alguna partícula de ella cayera al suelo, debe ser recogida con reverencia, el lugar donde cayó debe ser lavado y raspado ligeramente y luego poner la pizca o raspado en el sacrarium”.
A menudo no es posible completar todos estos pasos durante la celebración de la misa, así que lo frecuente es que un sacerdote coloque un pañuelo blanco sobre el lugar para que pueda ser limpiado adecuadamente tras la misa.
La razón por la que la Iglesia se toma tantas molestias para garantizar el trato apropiado de las Sagradas Especies en la misa es porque la Iglesia cree firmemente en las palabras de Jesús: “este es mi cuerpo, esta es mi sangre”.
Según se explica en el Catecismo de la Iglesia Católica, “por la consagración del pan y del vino se opera la conversión de toda la substancia del pan en la substancia del Cuerpo de Cristo nuestro Señor y de toda la substancia del vino en la substancia de su Sangre” (CIC 1376).
Con esta realidad en mente, lo que cae al suelo no es simplemente pan y vino, sino el cuerpo y la sangre de nuestro Salvador.
Esta creencia transmite todo lo que hace la Iglesia en conexión con la Eucaristía, reconociendo que Dios mismo está presente y que nuestra respuesta a estos accidentes debería configurarse por nuestro amor personal hacia aquel que nos creó.
No es una actividad escrupulosa, sino definida por la ternura y la tristeza de que nuestro Amado haya caído al suelo. Es nuestro deber recogerle y tratar Su cuerpo y sangre con todo el respeto que merece.