“Sin ti, querido amigo, habría muerto como un cerdo”. En su lecho de muerte a los 39 años, Frédéric Chopin hizo esta asombrosa declaración a su confesor. Cuando conocemos la vida del gran compositor, nos preguntamos cómo conseguiría su amigo convencerle para confesarse justo antes de su agonía de tres días. Descubre la historia de una conmovedora conversión
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La práctica religiosa de Frédéric Chopin termina en el momento de su emigración de Polonia a Francia, el 2 de noviembre de 1830. Sus nuevos amigos parisinos, en su mayoría, no son creyentes, y Chopin olvida rápidamente la devoción de su infancia. Su nueva vida está absorbida por completo por sus tormentos artísticos y, cuando no está componiendo, por trivialidades mundanas. Este joven genio llegado de lejos se convierte rápidamente en la admiración de todos los salones parisinos. Y la fe heredada de su madre, tan piadosa, se desvanece cuando Frédéric Chopin se enamora de Delfina Potocka y, sobre todo, de George Sand, pseudónimio de la escritora Aurore Dupin.
Un amigo de juventud
Desde su infancia, Chopin sufrió por su frágil salud. Los últimos años de su vida los vivió muy debilitado, sobre todo a causa de unas infecciones pulmonares cada vez más graves y frecuentes. Durante este periodo, sus amigos describían su rostro como “pálido y transparente como el alabastro”. A pesar de los signos de un final próximo, el compositor no volvía a la vida espiritual. Un día, se encuentra con su amigo de la juventud, el sacerdote Aleksander Jelowicki, capellán de la comunidad de inmigrantes polacos en París. Frédéric se siente cercano a Aleksander, pero todavía más a su hermano Edward, muerto el 10 de noviembre durante la revolución austriaca.
El padre Aleksander, conocedor del mal estado de salud de Chopin, intenta varias veces reconciliarlo con Dios. En vano. Finalmente, el compositor acepta únicamente confesarse “como amigo”. Aunque le cuenta sencillamente su vida, se niega en rotundo al sacramento de la confesión. Perfectamente consciente de la inminencia de su muerte, Chopin está afligido por su madre, que todavía vive y le abruma ver morir a su hijo sin recibir los últimos sacramentos. Sin embargo, explica a su amigo que no puede aceptarlos, por honradez: no cree en esas cosas.
Una pequeña artimaña
En la tarde del 12 de octubre de 1849, el médico personal del compositor, el doctor Cruveilhier, informa al sacerdote que Chopin corre el riesgo de no sobrevivir a la noche. El padre Aleksander se dirige de inmediato a casa de su amigo. Cuando entra en la habitación, el enfermo le dice en seguida: “Te quiero de verdad, no me digas nada, vete a dormir”. El sacerdote se marcha y pasa la noche rezando. A la mañana siguiente, el día del santo de su hermano difunto, celebra una misa por él y, al mismo tiempo, reza a Dios para ayudar a conquistar el alma de Chopin.
Decide visitar de nuevo a su amigo. Mientras el enfermo desayuna, el padre Aleksander le dice en tono distante: “Sabes que hoy celebramos el santo de Edward, a quien tanto querías…”. Chopin parece emocionado. Sin perder un instante, el sacerdote continúa:
“– En el día de su santo, ofréceme un regalo, por favor.
– Te daré lo que quieras.
– Dame tu alma”.
Chopin comprende su petición y asiente. Hace un esfuerzo por incorporarse en la cama. El padre Aleksander hace un gesto a los demás para salir de la habitación. El padre Aleksander se arrodilla y reza a Dios para que “tome Él mismo el alma” de su amigo. Sostiene la cruz y pregunta Chopin:
“–¿Crees?
– Sí.
– ¿Crees como te enseñó tu madre?
– Sí, como mi madre me enseñó”.
La confesión duró luego varias horas sin interrupción, seguida de tres días de agonía. Cuando recupera la conciencia, Chopin mira a sus seres queridos a su alrededor, que parecen petrificados de tristeza. Y pregunta al sacerdote: “¿Pero qué hacen? ¿Por qué no rezan?”.
En la fuente de la felicidad
En sus últimas horas, Chopin sostiene la mano del padre Aleksander y le pide que vele por él. Invoca a María, Jesús y san José y exhorta a los médicos a dejarle morir:
“Déjenme, es momento de morir. Dios me ha perdonado y me está llamando. Déjenme, quiero morir”.
Y consuela a sus amigos diciendo:
“Amo a Dios, os amo a vosotros… Está bien morir así. No lloréis, queridos amigos. Siento que muero. Rezad conmigo. Adiós, al Cielo. Estoy en la fuente de la felicidad.
Frédéric Chopin murió de tuberculosis la noche del 17 de octubre de 1849 en el 12 de Place Vendôme en París. Rodeado de sus amigos y con una cruz en las manos. Trece días después, numerosos allegados, amigos y admiradores dijeron el último adiós en el cementerio de Père-Lachaise. Albert Grzymala, amigo del artista presente en sus últimas horas, escribió a un allegado: “Jamás la antigüedad, ni siquiera la más estoica, ha dejado de ejemplo una muerte más bella y un alma más grande, más cristiana y más pura”.