¿Seguro que hay amor en tus gestos, en tus actos altruistas? ¿Valoras tu rutina sagrada?
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Siempre me impresiona la mirada del hijo mayor de la parábola del padre misericordioso que Jesús explica en el Evangelio. No es que me sorprenda. Me veo reflejado en él fácilmente. Pero así descrito suena muy dura su actitud:
“Su hijo mayor estaba en el campo. Cuando al volver se acercaba a la casa, oyó la música y el baile, y llamando a uno de los mozos, le preguntó qué pasaba. Este le contestó: – Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha matado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud. Él se indignó y se negaba a entrar; pero su padre salió e intentaba persuadirlo. Y el replicó a su padre: – Mira, en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mi nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; y cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado”.
El hijo mayor llega cansado del trabajo. Y al llegar oye la música de una fiesta. Se sorprende. Luego se indigna.
Él no se levanta cada mañana a esperar el regreso de su hermano. No lo ama como lo ama su padre. Puede que incluso se haya olvidado de él.
Ya no es parte de la familia. Él ha roto con todo. ¿Para qué seguir esperando a quien se ha ido voluntariamente llevándose su herencia?
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El hermano mayor cumple con la ley. Respeta a su padre. Obedece sus mandatos. Está dentro de lo esperable de un hijo. El hijo mayor conoce bien la ley y sabe lo que tiene que hacer.
Espera una fiesta para él, pero no como don, sino como pago por su esfuerzo. Lo ha hecho todo bien y se merece un aplauso, un premio. ¿No soy yo así tantas veces?
Espero el pago por mi entrega. El premio como fruto de mi esfuerzo. El abrazo como expresión de mi derecho a ser querido y valorado.
Me cuesta entender esa misericordia que no corrige, no exige, no pide un cambio. Una misericordia que sólo es abrazo y fiesta, después de no haber hecho bien las cosas.
¿Cómo no voy a comprender la mirada de este hermano? Es mi mirada. Yo miro así a los hijos pródigos que vuelven para obtener un abrazo como premio a sus fracasos. Una fiesta como regalo después de haberlo perdido todo.
¡Cómo me va a alegrar que algunos sin hacer méritos reciban lo mismo que yo, más incluso! ¿El mismo cielo para todos?
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Me da rabia la bondad del padre. No comprendo su alegría. Menos aún su generosidad. Me hieren sus palabras: “Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo: deberías alegrarte, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido, y lo hemos encontrado”.
¿De verdad debería alegrarme? Estoy con Dios, pero no lo amo. Estoy con Él y cumplo. Y me indigno cuando otros no cumplen, no hacen las cosas bien, no se sacrifican y reciben el aplauso.
Yo mido lo que hago. Y exijo el pago por mi esfuerzo. Doy con cuentagotas y espero recibir algún premio generoso.
Me esfuerzo cumpliendo normas impuestas. Pero el amor no está en mis gestos, ni en mis actos aparentemente altruistas. Busco algo a cambio.
Quiero el reconocimiento. O al menos recibir más que el que no hace nada o lo hace todo mal. Miro cómo se comportan los demás. Me comparo. Los juzgo para mantenerlos así lejos del premio que yo espero.
Mi envidia me envenena. ¿Cómo es posible que el que ha dilapidado su herencia vuelva a casa arrepentido y reciba el mismo premio que el justo? Me rebelo contra tanta generosidad de mi padre.
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No me alegra el regreso del hijo perdido. No soy como el padre. No ha hecho las cosas bien. Ha caído.
No quiero que me comparen con él. Que piensen que soy igual. Yo no he caído. Nunca me he alejado. Quiero estar lejos de su presencia. No lo deseo a mi lado.
Les exijo a los demás un comportamiento ejemplar. No creo en su arrepentimiento cuando vuelven a casa.
Quizás no estoy feliz haciendo lo que debo. ¿Por qué me indigna tanto haber estado en la casa paterna sin recibir un cordero cebado?
Tal vez porque no sé valorar lo que significa tener un hogar, un padre que me ama, una misión en la vida. No valoro la alegría de la rutina sagrada. El día a día bajo el amparo de quien me ama.
No me alegra simplemente amar sin esperar nada a cambio. No valoro como don lo que vivo como exigencia y cumplimiento. Vivo constreñido. Endurecido. Tenso. No me alegra estar en casa.
Continuamente trato de no equivocarme y hacer lo correcto. Y en lugar de alegrarme por el trabajo bien hecho, me amargo. Me da pena ser mezquino.
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Veo en la comunidad a otros hermanos a los que les va mejor sin esfuerzo. Me indigno. Yo me esfuerzo y no lo hago con alegría. Llevo cuentas del bien realizado. De mi esfuerzo diario.
¿Y el que no trabaja? Que reciba lo merecido. Pero no más. Me duele esa injusticia del padre generoso y lleno de misericordia. Me duele su actitud excesivamente bondadosa. ¿Cómo va a educar así? El hijo pródigo volverá a irse. Seguro. No se arrepentirá.
Juzgo su comportamiento futuro antes de que llegue a ocurrir. Incluso lo deseo. Para probar que yo tenía razón. Volverá a caer. Volverá a pecar. La letra con sangre entra. No con fiestas.
No me alegro de la vuelta de mi hermano a casa. Eso me duele. Me cuesta ser tan mezquino y envidioso. Me inquieta esa dura mirada del hijo mayor al volver a casa. ¿Es así la mía?