“No se trata de conservar la vida a toda costa, sino de cómo se la conserva”, escribió esta inspiradora mujer judía Etty Hillesum nace en 1914 en Middelburg (Países Bajos). Su padre, profesor de lenguas clásicas holandés, le contagia la pasión por el estudio. Su madre, una mujer rusa que huye de la violencia antisemita en su país. Etty es la mayor de tres hermanos.
Empieza a estudiar las lenguas eslavas mientas también imparte clases de ruso. No obstante, Etty se siente profundamente insatisfecha.
Decide acudir a un psicólogo: Julius Spier, judío alemán que marcará un antes y un después en su vida. Con Spier tendrá una relación sentimental.
En 1941 Etty empieza a escribir un diario.
Su estado de ánimo sufría constantes altibajos, pero la conciencia de sí misma la ayudó a tener el coraje de trabajar su interior para convertirse en una mujer adulta.
Pasa de querer poseerlo todo aferrándolo físicamente -por ejemplo, si veía una flor bonita, pensaba en comérsela para poseerla más- a sentir que poseía todo sin la necesidad de aferrarlo, sino dejándolo marchar o dejándolo ser.
“Aquella noche, hace solo unos días, reaccioné distintamente. Acepté con alegría la belleza de este mundo de Dios, a pesar de todo. He gozado otro tanto intensamente de aquel paisaje tácito y misterioso en el atardecer. Ya no lo quería poseer. He vuelto a casa vigorizada, a mi trabajo. Y ese paisaje ha permanecido presente sobre el fondo como un vestido que reviste mi alma”.
Etty descubre a Dios como aquello más profundo de sí misma.
“He vuelto a contactar conmigo misma, con la mejor y más profunda parte de mi ser; aquella que yo llamo Dios”.
En agosto de 1941 escribirá:
“Dentro de mí hay una fuente muy profunda. Y en esa fuente está Dios. A veces consigo alcanzarla, pero con mayor frecuencia está cubierta por piedras y arena: entonces Dios está sepultado. Por tanto, hay que desenterrarlo de nuevo”.
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A la vez que estos momentos de lucidez, tienen lugar otros más amargos y muy confusos, como cuando queda embarazada (de Han, otro hombre con el que mantiene una relación) y decide abortar.
En julio de 1942, el campo de Westerbork, creado por las autoridades holandesas, pasa a manos alemanas, convirtiéndose en un lugar de colección y detención de los judíos para su posterior traslado a Auschwitz.
En ese tiempo Etty es aceptada por el Consejo Judío de Ámsterdam como mecanógrafa, trabajo que no ama: desea estar cerca de su pueblo y, para ello, solicita el traslado a Westerbork.
Allí trabaja como ayudante social a las personas que están “en tránsito”, y siente un fortísimo deseo de acompañar a todos.
En diciembre escribe:
“Si de los campos de prisión, dondequiera que estemos en el mundo, salvamos solo nuestros cuerpos y punto, será demasiado poco. No se trata de conservar la vida a toda costa, sino de cómo se la conserva. A veces pienso que cada nueva situación, buena o mala, puede enriquecer al hombre de nuevas perspectivas. Y si abandonamos a su destino los duros hechos que debemos inevitablemente afrontar -si no los hospedamos en nuestra mente y en nuestro corazón, para ensalzarlos y que se conviertan en factores de crecimiento y comprensión-, entonces no somos una generación vital”.
En junio de 1943 sus padres y Misha, uno de sus hermanos, son deportados a Westerbork.
Ella en ese momento lleva seis meses fuera del campo debido a una neumonía, pero decide volver con su gente, rechazando la ayuda que muchos le ofrecen para esconderla.
Etty confía sus 11 diarios a su amiga María Tuinzing, pidiéndole que se los dé al escritor Klaas Smelik al final de la guerra para que los publique.
El 7 de septiembre de 1943 la familia Hillesum sale en un convoy hacia Polonia. Etty consigue tirar una tarjeta postal por la ventana del tren, que fue encontrada en las vías y se considera su último escrito. Iba dirigida a Christine van Nooten y decía:
“Christine, abro la Biblia y encuentro esto: «El Señor es mi baluarte». Estoy sentada sobre mi mochila en medio de un vagón de mercancías lleno. Papá, mamá y Misha están unos vagones más adelante. (…) Hemos dejado el campo cantando, papá y mamá muy fuertes y tranquilos, y también Misha. Viajaremos por tres días. (…) Adiós de parte de nosotros cuatro”.
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En Etty podemos ver cómo va madurando la relación consigo misma, con su prójimo y con Dios.
Encontramos en ella un profundo sentido de búsqueda y un misticismo que la acompaña toda su vida hasta el campo de concentración de Auschwitz, traslado al que dice «sí», al igual que el abrazo que le da a ese Dios que descubre:
“Amado Dios, vivimos tiempos de inquietud… Pero hay una cosa que cada vez tengo más clara: que tú no puedes ayudarnos, que nosotros te ayudamos para que nos ayudes a nosotros mismos. Y todo cuanto podemos hacer en estos días y lo que realmente importa es proteger ese poco de ti, oh Dios, en nosotros. Y, posiblemente, también en otros. Lamentablemente no parece que puedas hacer mucho en nuestras circunstancias, en nuestras vidas. Tampoco te responsabilizo por ello. No puedes ayudarnos, pero debemos ayudarte a defender tu morada en nuestro interior hasta el final… Créeme; trabajaré sin descanso para ti y te seré fiel y nunca te apartaré de mi presencia.
El jazmín que hay detrás de mi casa ha sido completamente arruinado por las lluvias y las tormentas de los últimos días; sus blancas flores flotan en las enlodadas charcas sobre el tejado del garaje. Pero en alguna parte dentro de mí el jazmín sigue floreciendo imperturbable y difunde su fragancia en la casa donde tú, oh Dios, habitas. Ya ves que cuido de ti, que te traigo no sólo mis lágrimas y aprensiones, sino también el fragante jazmín. Y te traeré todas las flores que encuentre en mi camino que ciertamente son muchas. Intentaré que te sientas siempre en tu casa”.
No es extraña la atracción que provoca en nosotros esta mujer.
Nos sentimos identificados con ella en lo que su mundo interior tuvo de inestable y caótico, y nos fascina su proceso de unificación en un Dios del que no espera soluciones mágicas, sino al que trata de ayudar y al que defiende para que permanezca siempre con ella.
En ella, ese proceso de unificación, se vive de forma similar a como lo vivieron las grandes místicas. Un deseo de unión y fusión que supera toda soledad por la presencia de un Dios amante. Ella nos recuerda a la mujer samaritana, que después de tantos amores, encuentra al amor de su alma.
En una carta del 6 de septiembre de 1943, dice:
“Dios mío, Tú que me has enriquecido tanto, permíteme también dar a manos llenas. Mi vida se ha convertido en un diálogo ininterrumpido contigo, Dios mío, un largo diálogo. Cuando me encuentro en un rincón del campo, con los pies plantados en tu tierra y los ojos elevados hacia tu cielo, el rostro se me inunda a menudo de lágrimas de gratitud… Pero la primera palabra que me viene a la mente, siempre la misma, “Dios”, que lo contiene todo y hace inútil todo lo demás. Toda mi energía creadora se convierte en diálogos interiores contigo. El oleaje de mi corazón se ha vuelto más ancho desde que estoy aquí, más animado y más apacible a la vez, y tengo la impresión de que mi riqueza interior se incrementa sin cesar”.
Es a partir de esta identificación con Dios, con el Todo, que la vida le parece llena de sentido, que es bueno y bonito vivir, a pesar de todo lo que sucede a su alrededor:
“Esta mañana, paseando en bicicleta por el Stadionkade, he disfrutado del amplio horizonte que se descubre desde los alrededores de la ciudad, mientras respiraba el aire fresco, que todavía no nos han racionado. Por todas partes se ven carteles en los que se prohíbe a los judíos transitar por los senderos que conducen al campo. Pero, por encima de ese poquito de carretera que nos queda permitido, se extiende el cielo entero. No pueden nada contra nosotros; absolutamente nada. Pueden hacemos la vida muy dura, pueden despojarnos de algunos bienes materiales, pueden quitamos la libertad exterior de movimientos; pero es nuestra lamentable actitud psicológica la que nos despoja de nuestras mejores fuerzas: la actitud de sentirnos perseguidos, humillados, oprimidos; la de dejamos llevar por el rencor; la de envalentonamos para ocultar nuestro miedo. Tenemos todo el derecho de estar de vez en cuando tristes y abatidos, porque nos hacen sufrir: es humano y comprensible. Y, sin embargo, la auténtica expoliación nos la infligimos nosotros. La vida me parece tan hermosa, y me siento libre. Dentro de mí el cielo se despliega tan grande como el firmamento. Creo en Dios y creo en el hombre, y me atrevo a decirlo sin falsa vergüenza”.