Mi felicidad no pasa por vivir yo protegido sino que crece cuando busco la del que sufre y me lanzo al agua para socorrer su vida en peligroMe duele la indiferencia. Pero la mía más que la de otros. Me duele cuando no miro al lado del camino a ver quién sufre. Cuando voy pensando en mis cosas, como si eso fuera lo más importante.
Me duele cuando me encierro en mí mismo queriendo ser feliz, vivir en paz, estar contento, a costa de otros, sin importarme quién sufre a mi lado.
Vivir tranquilo sin nadie que perturbe mi ánimo, sin nadie que me saque de la comodidad en la que me instalo. La indiferencia es el peor de los pecados. Comenta el papa Francisco en la encíclica Todos hermanos:
Hemos sido hechos para la plenitud que sólo se alcanza en el amor. No es una opción posible vivir indiferentes ante el dolor, no podemos dejar que nadie quede a un costado de la vida. Esto nos debe indignar, hasta hacernos bajar de nuestra serenidad para alterarnos por el sufrimiento humano. Eso es dignidad”.
Quiero que me alteren. Mi santidad no pasa por quedarme tranquilo en mi mundo, feliz en mi comodidad, seguro entre mis muros.
La indiferencia es el mal de este tiempo en el que cada uno vive centrado en lo que le preocupa sin abrir los horizontes.
El indiferente no sufre, no llora, no se compadece, no se detiene a ayudar, a socorrer, a salvar. No tiene tiempo, no tiene ganas, no encuentra sentido a un cambio de planes.
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¿Y si quien necesita ayuda soy yo?
Quizás la conversión sucede en mi corazón cuando experimento la vulnerabilidad en mi existencia.
Cuando de repente soy yo el que necesita que le ayuden, que le socorran u otros tengan misericordia de mí y se detengan a mi lado. Cuando soy yo el débil, y no el fuerte.
Cuando me siento poderoso es como si quisiera que todos admiraran mi poder y siguieran mis directrices. Cuando me rompo y todo se derrumba entre mis dedos, cambia mi mirada.
Me vuelvo menesteroso, pobre, abandonado. No tengo a nadie al que exigirle. Dejo de tener derechos.
Me duele entonces la indiferencia de los demás y los juzgo porque no aman, porque no son misericordiosos, porque no vienen al borde del camino a ver qué necesito.
Quisiera tener esta experiencia y vivir la necesidad. Sentir que no tengo, que no puedo, que necesito ayuda. Y en esos momentos ver lo que duele la indiferencia, el desprecio, el abandono de los otros.
Me viene bien vivirlo y ver cómo los demás no giran en torno a mí para solucionar mis problemas. Vivir la indiferencia de los demás es doloroso.
¡Cuánto duele!
No es indiferente el que odia, el que tiene rabia contra mí. A él no le resulto indiferente. No le da igual mi vida, quiere mi mal, quiere que yo sufra.
La indiferencia es una desconexión total con mi vida. Sentir indiferencia o ser indiferente para otros es doloroso. El corazón se ha enfriado. Ya no llora con el que llora, ya no se preocupa con el que tiene un dolor.
A veces la indiferencia se da entre los que se aman. Es más doloroso aún. Te amo pero no sé qué te preocupa, no me importa, me es indiferente. El problema es mío que no sé amar.
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La respuesta cristiana
Jesús nunca fue indiferente, nunca lo es. Es el buen Pastor, el que da la vida por los suyos y los salva. Comenta el padre José Kentenich:
El Buen Pastor da su vida por sus ovejas. No se queda de brazos cruzados en la orilla de un mar azotado por la tempestad, ni se limita a contemplar tranquila e indiferentemente las aguas rugientes, en la cual miles y miles de personas están expuestas al viento y las olas, luchando desamparadas, por no perecer. Tampoco se contenta con arrojar desde lejos el salvavidas a quienes se están ahogando, sino que Él mismo se arroja al agua, arriesgando su vida, para salvar lo que se debe salvar.
La indiferencia es mirar cómo se ahogan otros sin hacer yo nada por salvar sus vidas. No basta con lanzar un salvavidas al agua desde la orilla.
Jesús va mucho más allá. Me pide que mi indiferencia se convierta en compromiso. En amor que se abaja, se lanza al agua y se acerca al que necesita que lo salve.
Algo mucho mejor que la indiferencia
Mi felicidad no pasa por vivir yo feliz, con paz, protegido. Mi felicidad crece cuando busco la felicidad del que sufre y me lanzo al agua para socorrer su vida en peligro.
Así quiero ser yo. No me hago sordo a los gritos del que suplica ayuda. No soy indiferente ante su dolor. Salgo de mí para correr a su encuentro. Para escuchar lo que necesita. Para ser accesible al que me busca.
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