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Hay tantas heridas que no se pueden sanar fácilmente: desengaños, traiciones, resentimientos, faltas de amor, faltas de perdón, ausencias; esas situaciones en las que no entiendes bien por qué te sientes herido.
Cuando alguien te decepciona, cuando esperabas algo más de una persona, cuando te cuesta mucho perdonar, cuando no puedes cumplir las expectativas de los demás, cuando te cuesta mucho superar algún problema…
Cosas que parecen insignificantes pero que nos hacen sufrir y que buscamos remediar (no siempre de la mejor manera).
En numerosas ocasiones banalizamos o fingimos que no pasó nada, o en otras, nos quedamos en las heridas y seguimos metiendo el dedo dentro.
¿Conoces las 3 fases de una herida espiritual antes de sanar? Saber cómo te afectan y el proceso que suelen seguir ayuda a curar.
1La poda
No hay vida sin heridas. Pensemos en una planta: en ella se podan los brotes que dan fruto, precisamente porque son fructíferos.
La poda es siempre un corte, un tajo que deja una herida, una incisión que no se queda ahí, sino que, se dispone a dar vida.
2El parche
Siempre podemos poner un parche, buscar un remedio, algo que nos ayude a estar mejor. Siempre podemos aprender y levantarnos. Pero no todas las reparaciones son efectivas.
Si es una como la que nos ofrece el mundo (curita temporal), tarde o temprano se desgastará, la herida volverá a quedar expuesta y demorará en sanar.
Pero, si el que nos pone el “parche” es un experto, alguien que posee una mano amorosa y paciente, una mano que nos ama siempre; la herida quedará bien cubierta y sanará mejor.
Una herida puede ser sanada cuando le permitimos ver, al que quiere curarla, cuán grave es. A veces es necesaria una protección especial.
Dejarnos amar cuando estamos heridos no es tener miedo de mostrar nuestros golpes y solo esperar ser consolados temporalmente.
Dejarnos amar verdaderamente es ir a quien nos ama y dejarnos cuidar y curar paciente y amorosamente mientras aprendemos de nuevo a tener esperanza.
3La transformación del dolor
El dolor nunca podrá amordazar nuestra alma y cuando sufrimos estamos también resucitando.
El que nos cura no se avergüenza de sus manos heridas. Él, al hacerse uno de nosotros, ha hecho suyo nuestro dolor y nos ha enseñado a comprender que el llanto y el dolor son compatibles con la resurrección.
El discurso de Jesús no es ilusorio ni endulzado. Sus palabras y su vida nos ponen honestamente frente al cansancio y a las pruebas de nuestra vida para desde ellas volver a florecer: