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Cada mañana, damos a nuestra hija preescolar dos opciones: si quiere vestir este elegante vestido de bailarina o aquel elegante vestido de bailarina (porque ella solamente viste elegantes vestidos de bailarina).
La pequeña toma su decisión alegremente y luego vamos a la planta baja, donde se le da otra serie de opciones: si quiere comer avena o un yogur. Una vez más, feliz, hace su elección.
Hemos descubierto que ofrecerle un pequeño margen de decisión la empodera, pero también define sus opciones en una forma que funciona para toda la familia.
Cuando me imagino dándole infinitas opciones para desayunar, recuerdo que esta es la misma niña que me encontré comiendo helado de la tarrina a las 5:30 am.
Hay un delicado equilibrio entre guiar a los niños para que tomen buenas decisiones y al mismo tiempo permitirles la libertad de tomar las decisiones por sí mismos.
Cuando yo era niño, mi imaginación no tenía límites. Me iba a ir a jugar al baloncesto contra personajes de dibujos animados con Michael Jordan como compañero de equipo.
Me fui volando agarrado a un paraguas como Mary Poppins. Hice unos planos arquitectónicos para construir un ecosistema autosuficiente en una isla artificial y trasladar allí a toda la humanidad.
Iba a pintar la mayor obra de arte estadounidense. Iba a escribir la mejor novela del país. Se supone que los niños sueñan a lo grande.
Quizás podríamos afirmar incluso que es una de las tareas vitales de la infancia el imaginar el futuro en visiones grandiosas, el pensar en cómo el mundo puede ser diferente y mejor.
El idealismo es la belleza de la infancia. Ningún horizonte es demasiado lejano, ninguna montaña es demasiado alta.
Estos sueños de infancia son preciosos y ay de los padres que los aplastan innecesariamente.
Pero no podemos seguir siendo niños para siempre y, en algún momento, tenemos que dejar de soñar sin parar y pagar las facturas.
Si tenemos mucha suerte, quizás algunos de nuestros sueños se hagan realidad, pero no podemos tenerlo todo.
Sé que decir esto suena muy severo y cínico y adulto, pero si no reducimos nuestras opciones, nos paralizan.
Si no ofreciera a mi hija dos opciones concretas y específicas sobre qué vestir, se quedaría delante del armario durante horas luchando con la indecisión.
Es un fenómeno denominado fatiga de decisión y nos persigue hasta la edad adulta.
Cada día se nos presenta un vertiginoso despliegue de decisiones: qué vestir, qué comer, qué emails responder, qué proyectos afrontar, qué programas de la tele ver… es abrumador.
Por eso muchísimos de nosotros nos sentimos desmotivados y exhaustos. Todos los días, dedicamos una energía tremenda a tomar una decisión tras otra y, luego, quizás nos preguntamos si la otra elección no habría sido mejor y así seguimos, sin final a la vista.
La fatiga de decisión puede ser tan mala que el psicólogo Barry Schwartz dice, en una charla de TED talk, que las personas renuncian a dinero gratis regularmente. En lo referente a fondos de jubilación, explica:
Los psicólogos ofrecen consejos para poder gestionar esto: tomarse un descanso contemplativo, crear una rutina predecible y establecer fechas límites para mantener la concentración.
Estos consejos son ciertamente útiles, en especial dado que vivimos en un mundo en el que la necesidad de tomar decisiones constantes no va a desaparecer en el futuro previsible.
Sin embargo, yo quiero ver el problema desde una perspectiva un poco diferente porque, a mi parecer, necesitamos aspirar a más que un escenario en el que simplemente gestionamos el estrés.
Hay una razón más profunda por la que estamos envueltos en una lucha social a gran escala contra la fatiga de decisión: no hemos logrado madurar del todo.
Aún pensamos que podemos tenerlo todo y nos aterroriza descartar cualquier opción.
Quiero beberme ese café especial de 1000 calorías y seguir teniendo el aspecto de un atleta profesional.
Quiero estar despierto toda la noche pero nunca sentirme cansado. Quiero tener una familia grande y amorosa pero sigo queriendo mi libertad.
Quiero una vida espiritual robusta pero también quiero ver ese partido de fútbol el domingo por la mañana.
Quiero un matrimonio feliz pero no quiero compartir mi espacio. Quiero ir al paraíso pero no quiero morir.
Básicamente, estamos convencidos de poder tener todas las opciones, todas al mismo tiempo y, como consecuencia, nos paraliza la fatiga de decisión.
En su novela El rey pálido, David Foster Wallace escribe:
En otras palabras, limitar nuestras opciones es un proceso que nos hace sentir como si dejáramos detrás fragmentos de nosotros mismos. Por eso luchamos contra ello.
Al mismo tiempo, si seguimos luchando perdemos algo precioso: la capacidad de tomar una decisión intencionada y comprometernos.
Pienso en mi vida y en las mayores fuentes de felicidad en ella: mi matrimonio, mis hijos y mi vocación como sacerdote. Cada una requirió un fuerte compromiso.
Un matrimonio es un juramento de ser fiel a una única persona por el resto de tu vida. Es una limitación drástica de opciones.
Los niños han eliminado un gran surtido de opciones para mí, como las cenas largas con los amigos, las noches espontáneas de cine y los viajes frecuentes.
Convertirme en sacerdote me ha colocado en una parroquia con la obligación de decir misa todos los días.
He renunciado a innumerables opciones y escogido un camino específico y estrecho pero, como consecuencia, he recibido mucho más de lo que nunca he dado.
En lo referente a tomar decisiones, la cuestión no está en aquello a que renunciamos, en cómo nos estamos limitando o en qué existencia paralela podríamos estar viviendo.
Tal y como yo lo veo, es un privilegio y una bendición ser capaz de comprometerse.
Es la oportunidad de experimentar una muerte de nuestro antiguo yo, dejando atrás la inmadurez de la juventud para ser libres para experimentar un ahondamiento de nuestra identidad a través de la fidelidad.
Así que puedes ponerte este vestido de ballet o aquel vestido de ballet. De cualquier modo, podrás bailar.