Una de las estrategias defensivas más habituales es el ataque: si quieres evitar que alguien te acuse, viendo tus debilidades, tienes que anticiparte, vertiendo las acusaciones que este podría hacer en tu contra.
Precisamente por eso detrás del acusador hay alguien que tiene miedo de ser descubierto.
En otras palabras, nos hacemos jueces de los demás para evitar mirar dentro de nosotros mismos.
Nos convertimos en jueces de otros para convencernos de que no estamos lidiando con ese pecado.
Somos jueces que continuamente intentamos construir una apariencia de inocencia en detrimento de los demás.
Pero para no tener miedo de mirar en nuestro interior y poder matizar la facilidad con la que solemos juzgar a los demás te doy estas 3 claves:
1Partir siempre de mi experiencia
Muchas veces nos encontramos frente a personas que se erigen como jueces, o muchas veces, nosotros mismos los somos, buscando las señales externas de los presuntos delitos de los demás.
Nos encontramos interpretando esos signos de forma subjetiva, es decir, haciendo hipótesis que parten de lo que nosotros pensamos o sentimos, y entonces, cargamos a los demás las intenciones que en realidad son parte de nuestro corazón.
Proyectamos fácilmente en los otros lo que nosotros mismos hemos hecho o nos gustaría hacer.
No tenemos otra clave para comprender la realidad que nuestra experiencia personal, nos falta ponernos en los zapatos del otro y caer en la cuenta de que hay realidades distintas a la mía.
Siempre es bueno escuchar el consejo de Jesús y, aprender a distinguir lo que dicen los labios, de lo que realmente piensa el corazón.
2No tener miedo de la interioridad
Nosotros, como los fariseos y los escribas, preferimos poner el exterior en el centro, simplemente porque es más fácil de controlar, juzgar y condenar.
Al contrario, la interioridad está fuera de nuestro control. Nunca sabremos qué hay realmente en el corazón del otro: ¿cómo podemos entonces juzgarlo?
Nadie puede poner sus manos en el interior del otro. En el mejor de los casos, podemos juzgar sus acciones, pero nunca podemos poner una etiqueta al alma del hermano. Esa interioridad es sagrada y solo Dios la conoce plenamente.
Si, a diferencia de los fariseos, tratamos de evadir conclusiones fáciles sobre lo que creemos ver del otro, entonces comenzaremos a entrar en la lógica del Evangelio.
Pasaremos así de la hipocresía a la prudencia: si queremos el bien del otro no necesitamos nombrarnos jueces, solo tenemos que empezar a mirar dentro de nosotros mismos primero. Solo así nos acercaremos humildemente a la interioridad del otro.
3Mirarnos a nosotros mismos
"¡Con qué extraña dureza hablamos los unos de los otros! Y lo llamativo es que nadie nos ha nombrado jueces de nadie, pero nosotros nos auto atribuimos esa función y con frecuencia tenemos ya dictada nuestra sentencia (condenatoria) antes aún de oírlos.
¡Como arriba nos juzguen con la medida con la que nosotros medimos..., estaremos listos!
En cambio, qué magnánimos somos a la hora de disculpar nuestros fallos. Qué rara vez no nos absolvemos en el tribunal de nuestro corazón, dejando la exigencia para los demás.
Incluso en nuestros errores más evidentes encontramos siempre montañas de atenuantes, de eximentes, de disculpas justificatorias. ¡Qué buenos chicos aparecemos en el espejo de nuestras conciencias debidamente maquilladas! ¡Qué capacidad de autoengaño tenemos!”.
Si fuéramos para nosotros mismos no jueces exigentes (sin necesidad de ser negativos) pero sí alguien que señala sin miedo lo que está mal en su interior, nos sería difícil dormirnos en los cojines de nuestra comodidad y nos daríamos cuenta que es más fácil de lo que creemos mirar con ojos de amor a los demás.