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—Muchas veces pensé que había llegado el momento de “un antes y un después” en mi vida, cuando creí superar definitivamente mi adicción. Me sucedía tras un sincero arrepentimiento, el haber recibido atención médica y psicológica o haber pasado por un fuerte sufrimiento, entre otras situaciones. Mas siempre he vuelto a recaer.
Ahora intento volverme insensible para evitar una angustia con la que convivo —contaba en consulta un deprimido adulto, aun joven—. Quiero, pero no puedo, cuando tantas veces le he pedido a Dios que me cure.
—Verá usted, alguien me vino a ver estando en su mismo caso. Alguien cuya angustia aumentaba al aferrarse a una cura definitiva. Al no lograrlo, llegó a pensar que había iniciado un camino sin retorno.
Mas no fue así.
Pequeñas victorias
Fue porque aprendió a cambiar su conducta mediante el cambio de la forma en que pensaba y sentía en todo lo que vivía. Lo logró, con ayuda especializada en la que vio la mano de Dios, por la que entró en un proceso de “darse cuenta” de su debilidad y su relación con ciertas circunstancias en lo ordinario de su vida, así como con sus defectos y limitaciones personales —agregué en tono sereno.
Y comenzó a obtener victorias ocultas, es decir, autovencimientos que él solo conocía y de los que solo Dios era testigo.
Solo entonces, y con mucha paz, aceptó su enfermedad como acompañante de viaje en toda su vida, y siendo esta una enfermedad crónicodegenerativa, la supo controlar, adquiriendo hábitos que lo hicieron no solo mejor persona, sino que, además, le dieron una sólida salud.
Queda claro que lo logró desde dos fundamentales principios que solo dependen de cada persona: la formación del verdadero carácter y la admisión de que debía poner su vida y esfuerzos en manos de Dios.
—Sí, lo de Dios lo puedo entender, pero… ¿qué relación tiene la formación del carácter con una adicción, la cual al igual que la diabetes, se considera una enfermedad?
—Sucede que, en la adicción, es la persona la que esta íntegramente enferma, es decir, no solo en el cuerpo, sino también en su espíritu. Y ciertamente Dios, si es su voluntad, puede curar por sí mismo una enfermedad del cuerpo, pero las enfermedades del alma de donde brota una libertad que Dios siempre respeta, no sanan sin nuestra cooperación.
Significa que el Todopoderoso nos da su ayuda en la medida en que nos predisponemos a recibirla, si con humildad adquirimos virtudes. Es así, pues nuestra voluntad es comparable con un músculo que entrenamos a diario para que nos responda al necesitarlo, para hacer el bien o evitar el mal.
—Comienzo a entender.
—Volvamos al caso de la persona que le mencionaba, ésta había pedido a Dios una curación completa de su enfermedad corporal, lo cual no sucedió, pero en cambio, se le concedió la salud del alma que es infinitamente más importante que la del cuerpo.
Solo sucedió cuando se reconoció necesitado de un poder superior.
El antes y el después
Ese fue su verdadero momento de “un antes y un después”, pues llevaba mucho tiempo esclavo de su adicción sin enfrentarse con la verdad de sí mismo, una zona oscura donde asentaban entre diversos desórdenes, sus problemas de carácter, culpas, ciertos complejos, pero, sobre todo, una refinada soberbia a la que los seres humanos difícilmente nos sustraemos.
Y se dispuso a luchar y enfrentar sus fantasmas pidiendo perdón a Dios y a los demás.
Pera la total rehabilitación no consistió solo en dejar de consumir drogas, sino en rectificar en todos los aspectos de su vida en que había quedado rezagado, por lo que se dispuso a ordenar y sanear todo, comenzando por purificar su corazón.
Consciente siempre de la debilidad
Al hacerlo cambiaron sus más íntimas disposiciones, sintiendo deseos de manifestar su superación a través de su mayor anhelo, que era volver al amor.
Y del amor sacó fuerzas y nuevos motivos para luchar y vivir alejado de las drogas, consciente siempre de la verdad de su debilidad.
Mi paciente asintió pensativo y se propuso recomenzar con nuevas luces.
Por Orfa Astorga de Lira
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