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Era tanto su dolor en su corazón que le pedía a Dios que tirara el avión que piloteaba. No pensaba mucho en la presencia de sus hijos que iban con ella, solo en el profundo dolor que llevaba en su alma. El silencio de Dios era lo que la movía a pedirle a Dios que tirara el avión en ese momento.
Un abismo de dolor
La historia de Ana Barton, es tal vez la historia de otras mujeres, que sufren heridas durante su vida y que poco a poco las van llevando a un abismo de dolor del cual no pueden salir. Dios no le cumplió su capricho ni su pedido y el avión aterrizó en un lugar seguro al lado de sus hijos. Ese día también su alma aterrizó en los brazos de Dios, que hicieron de su vida, una vida del dolor a la gracia, con una misión por cumplir: la conversión de su esposo.
-Ana Barton, gracias por recibirnos, ¿nos puedes decir dónde naciste?
Mi nombre de pila es Ana Cristina Briseda Cuevas y nací en Irapuato, Guanajuato. Ahora soy Ana Cristina Barton y me gusta que me digan Cristi.
-Platícanos de los dones y talentos que Dios te ha dado.
Creo que el Señor me dio el talento de aprender idiomas como el inglés y el francés, y creo que en su plan divino así lo hizo porque yo en un futuro iba a vivir aquí, en Estados Unidos. Además, me gusta servirle a Él y ayudar a la gente.
-¿Nos puedes compartir cómo era el ambiente familiar en el que creciste?
Yo crecí en una familia de cuatro hijos. Mis papás, Salvador y María Luisa, se casaron jóvenes y me parece que llegaron a cumplir los 50 años de matrimonio. Crecí en un hogar católico y asistí a colegios católicos hasta la secundaria.
Un regalo para el Día de las Madres
-Ahora platícame sobre el hecho de que piloteaste un avión, ¿por qué te atreviste a volar?
Al poco tiempo de que falleció mi mamá, mi esposo quiso regalarme algo para que me distrajera. Fue un regalo para el Día de las Madres y él quería darme una experiencia, algo que se quedara en mi recuerdo. Entonces, se le ocurrió sorprenderme con clases de vuelo en una avioneta pequeña en donde, después de determinadas horas, te dan tu boleta para posteriormente sacar tu licencia para ser piloto. Las clases las tomé en Carolina del Norte.
Durante la primera clase me subí con mis dos hijos y mientras el piloto me iba explicando el funcionamiento, por un momento me dejó pilotear el avión. En la foto de ese día salgo muy alegre, pero en el fondo estaba muy deprimida por la muerte de mi madre, pensaba que ya no había salida, ni solución, le pedía al Señor que tirara el avión. Afortunadamente no me escuchó.
-¿Cómo puedes describir esta experiencia de volar?
Para mí fue una experiencia diferente porque, aunque Dios está en todas partes, me sentía muy cerca de Él. Los niños en ese momento eran muy pequeños, pero sorprendidos porque nunca se habían subido a un avión en donde cada uno tuviera su ventana, ni donde su mamá fuera el piloto. Esa fue mi primera y última vez.
-A veces como mamá ese es tu papel, saber pilotear la familia.
Me gusta que ellos vean que hago muchas cosas diferentes. Que no nada más es el rol de mamá, sino que realmente uno puede hacer muchas cosas, siempre y cuando elevemos la gloria a Dios.
-¿Cuál consideras que es la noche más oscura de tu vida?
La muerte de mi madre. Mi papá fallece de forma repentina. Yo volé a México para verlo en el hospital y apenas alcancé a despedirme y orar con él. En ese momento sentía fuerte mi fe. Pero no me había preparado para perder a mi mamá nueve meses después.
Al principio creíamos que tenía depresión por el duelo que estaba viviendo o que era algo propio de la edad, pero cuando nos dimos cuenta de que era cáncer ya no había nada que hacer. Fue un golpe muy duro porque cuando muere mi papá sentí que mi fe era sólida, pero con la muerte de mi mamá tuve una crisis de fe: me alejé de la iglesia, reclamé a Dios porque yo quería una sanación milagrosa para mi mamá.
Mi mamá fallece en el 2015 y en el 2017 asistí a un retiro en donde uno de los ejercicios era meditar una escena de arte en la que María sostiene el cuerpo inerte de Jesús. En ese momento el Señor me decía que, a pesar de que María estaba viviendo un momento muy doloroso, a la vez era un inmenso amor. El amor que ella sentía era palpitante. Vi todos los momentos en donde yo le reclamé al Señor, donde le cuestionaba: ¿Dónde estás? Y una voz me contestó: “Siempre estuvimos ahí”. En ese momento comencé a llorar.
-¿Qué experiencia te llevó de nuevo a los brazos de Dios?
Hace tiempo yo había dejado de practicar mi fe, por ahí de los 18 años, por andar distraída en diferentes asuntos, pero sabía que tenía que volver a buscar al Señor. Me confesé y volví a rezar el rosario. Y cuándo murió mi mamá, después de hacer mi berrinche y ponerme rebelde con Dios, seguí siendo fiel. Entendí que a la única que le hacía daño era a mí misma.
En ese mini retiro fue cuando me di cuenta que Él nunca me ha dejado, ni tampoco María. El Señor nos ama tanto que nos persigue cuando nos alejamos; él siempre está ahí. Eso también me ayuda a explicar a mis hijos que, aunque no lo sientan, Él siempre está ahí. Les enseño a no quedarse con los malos sentimientos, sino a buscar al Señor.
-¿Cómo ha sido vivir en Estados Unidos?
Yo siempre me he adaptado a las cosas. Ya tengo 20 años en este país, aunque siempre he sentido que no soy de aquí, pero cuando estoy en México digo: “Tampoco soy de acá”. A veces uno tiene que entender que pertenece al cielo y que estamos aquí por algún motivo, porque el Señor siempre tiene un plan.
-¿Cuáles son tus actividades actualmente?
Tengo un título universitario en Comercio Internacional por la Universidad de Greensboro, pero al moverme a Virginia comencé como voluntaria con un grupo de mamás y fue cuando volví a practicar mi fe. En ese entonces pidieron voluntarias para catequista y escuché la voz del Señor que me decía, dulce y firme, “apúntate”.
Mi esposo no es católico todavía y yo le decía al Señor: “No, Señor, alguien más”. Pero me dejó ahí y me gustó, porque al enseñar a los niños volví a profundizar en mi fe. Avancé y empecé a ir a una iglesia cerca de mi casa en donde me dijeron que necesitaban gente que hablara español y empecé a ayudar con la catequesis de los niños. También me metí como maestra de español en una escuela luterana, pero al pasar los años no renovaron mi contrato, argumentando que “no encajaba ahí”.
Volví a la Iglesia y le dije: “Señor, ponme donde tú quieras”. Y enseguida comencé a trabajar como coordinadora de fe para niños. Además, siempre decía que quería una maestría en teología y, gracias al apoyo de la diócesis, este es mi segundo año en la Universidad de San Leo en Florida, lo que me permite trabajar ahora en la formación de los adultos en la fe.
-Mencionaste que Dios nos persigue, ¿sientes esa sed, ese anhelo de Dios?
Sí. Una vez que se empieza a desempolvar el corazón, empiezas a sentir sed del Señor y, cuando lo empiezas a conocer, te das cuenta que no sabes nada y, cuanto más sabes, te das cuenta de que te falta mucho por conocer. Me di cuenta que ya tenía ese anhelo de conocerlo y quería hacerlo por todos los medios.
-¿Cómo amar a alguien que no es afín a tu religión? ¿Cómo has llevado ese proceso con tu esposo?
No ha sido fácil. Cuanto más me acerco, él se aleja más. Cuando no practicaba mi fe las cosas iban muy bien. Yo creo que al conocerlo y al saber que es una buena persona, no dudo que su conversión puede suceder algún día, pero ya tenemos 20 años casados y no ha pasado, por eso me aferro a los santos. Hay una santa, santa Elizabeth Leseur, cuyo esposo era ateo y siempre buscaba desacreditar la fe pero cuando ella fallece, él encuentra su diario y termina convirtiéndose en sacerdote. Esa historia me inspira y le digo al Señor: “bueno, aunque no me toque ver su conversión, quizá suceda”.
No es fácil, pero confío en que, lo bueno de mi esposo, es de Dios. Todo lo bueno viene de Dios. Sé que en su conversión estará el Señor.
-¿Es ateo o de alguna otra religión?
Yo creo que no sabe lo que es, está entre agnosticismo o ateísmo. Quizá por sus propias experiencias de vida cree que Dios no ha intervenido en su vida.
-¿Él permite todo lo que haces?
Lo tolera. Al principio me decía: “¿otra vez ya vas para allá?”
También era una lucha el llevar a los niños a la Iglesia, porque él no quería que fueran. Para su suerte, a mi hijo le gusta servir como monaguillo y de vez en cuando dice que quiere ser sacerdote. Solamente ha estado en la iglesia cuando bautizamos a los niños, en sus primeras comuniones y en el funeral de mi mamá.
-¿Te cuestiona?
Sí, pero tengo que aprender a responder sin enfadarme con él. Yo oro todos los días por su conversión. Él es una muy buena persona, siempre ayuda y está para los demás.
-¿En este momento hay paz y felicidad?
Sí. Sé que el Señor no me abandona mientras siga renovando mi alianza con Él, mientras me siga levantando. Hay una frase que me gusta mucho, que dice: “Santo no es el que no peque, sino el que más rápido se levanta”. No dudo que Él está conmigo en mis luchas. Él es el piloto.
-Tres cosas que anhelas.
La conversión de mi esposo.
Ir a tierra santa.
Ver que uno de mis hijos sea sacerdote.