Me dio una materia fundamental en la propuesta educativa jesuítica de aquel entonces (ignoro lo que sea ahora, pero me supongo que anda por el estilo): Formación Integral Humana (FIH), que junto con Formación de Acción Social (FAS) era la médula espinal de un proyecto de formar adolescentes para ser “hombres para los demás”.
Los recuerdos son traicioneros. Pero hay imágenes que se quedan para siempre en la memoria de un niño, como lo era yo allá por 1974-1975.
Los del “padre Mora”, como nos dirigimos siempre a él, son dos que lo pintan de cuerpo entero: su enorme austeridad y su lentitud en caminar, hablar, leer (fue fantástica la lectura, por trozos, al final de la clase, de Mi pie izquierdo, la autobiografía de Christy Brown en la que narraba lo que una voluntad puede hacer ante las adversidades) e, incluso, actuar.
No soy de los que creen que en el nombre o en el apellido, el hombre lleva impreso algo de su destino. Pero en el caso del padre Mora mucho tiene que ver. Consulto “El Corominas”: si bien “mora” es el fruto del moral, “morar” significa “detenerse”, “entretenerse”, “quedarse, permanecer”. Su paciencia era infinita.
Mi amigo Arturo Narro recordaba estos días una frase que le dijo mientras miraba el paisaje desde el tercer piso de la escuela jesuita a la que asistíamos en secundaria (el Instituto Cultural Tampico):
--Padre Mora, ¿Qué está usted haciendo?
--Estoy pensando, cosa que hace mucha falta en estos días
Y así, pensando, subía las escaleras del revés o pedía apoyo para los pobres de la “misión” a la que se había entregado en el puerto de Tampico (a orillas del Golfo de México: la Colonia Pescadores.
¿Pedía solamente apoyo? No, daba su vida por ese precariado que vivía en condiciones inhumanas, siempre expuestos a las “crecidas” del río Tamesí o del Pánuco, cercados por la miseria, la enfermedad, el abandono. Y nos hacía darla a nosotros.
Claro, con todas las salvedades de los mozalbetes de 12-13-14 años. Íbamos empujados a pasar Semana Santa en “la pescadores”. Pero no a rezar nada más, o de retiro por cuatro días. El padre Mora, junto con el padre Ornelas, nos llevaban a trabajar.
Ahí conocí lo que es abrir una zanja para meter tuberías; lo que es cargar las cubetas con la mezcla, subirlas por una escalera empinada hasta el techo para hacer el colado de una casita. El trozo de alambre que sirve de agarradera de la cubeta está ligado al dolor lacerante de manos finitas, que no se habían “mojado” más que metafísicamente por los más desprotegidos.
Ese era el padre Mora. Desde que fue ordenado sacerdote quiso ir a la misión de los jesuitas, en la Tarahumara. Lo movieron un tiempo sus superiores a Tampico.
Pero su corazón estaba con los rarámuris, esos que en los documentales salen como los Aquiles de estos tiempos por sus pies alados, capaces de perseguir un venado hasta quemarle las pezuñas; estos pobrísimos habitantes de las barrancas que han sido ayudados moral, material y espiritualmente por los jesuitas por muchos años.
Lo único que quería con nosotros el padre Mora era que venciéramos la actitud de señoritos satisfechos. Alguna vez lo vi tirarle un gis a la cabeza de un compañero demasiado revoltoso. Pero lo demás era silencio, amor callado por los olvidados de la Tierra, genuina acción por los demás.
Y una espiritualidad que se mostraba a la hora de la elevación. Ahí sí, como otro gran jesuita que conocí, el padre José Guadalupe Quezada, el padre Mora se demoraba. Morosamente custodiaba la Santa Eucaristía y el Cáliz en la Misa diaria, a la hora del recreo.
Esa morosidad debe haber sido la causa del asesinato a manos de un bruto, en el corazón de la Tarahumara. Murió como un mártir. En defensa de uno al que había que darle la extremaunción. ¿Derrotado por el crimen? No, amando hasta el último instante la hermosa novedad de la Gracia.