Por el Prof. Alain Contat, catedrático de la Facultad de Filosofía
Hablando con la gente sobre mi actividad docente, algunas veces escuché esta pregunta: "pero, ¿para qué puede servir la filosofía?". Y el interlocutor me explicó que, a estas alturas, esa forma de pensar se ha vuelto inútil.
De hecho, el verdadero conocimiento universalmente reconocido como tal, tras los numerosos descubrimientos ocurridos desde Galileo hasta nuestros días, es el científico, que combina la experiencia de los fenómenos físicos con el rigor del cálculo matemático.
A esto se suman, aunque con cierto margen de incertidumbre, los logros de las ciencias humanas: psicología, sociología, lingüística, crítica estética o literaria, historia y muchas más. Así, tanto el mundo exterior como la condición humana van revelando poco a poco sus secretos de un modo mucho más preciso y sobre todo más rico que las abstracciones universales de la filosofía.
A esta objeción, muy frecuente en nuestro mundo, suelo responder que sí, en cierto sentido la filosofía es inútil, mientras que en otro sentido sirve para todo. Veamos.
Ciertamente, hay muchos saberes que se estudian y practican porque "son útiles": la medicina se usa para curar a los enfermos; la ingeniería civil se utiliza para construir edificios, puentes, vías férreas; y las matemáticas sirven a la medicina, a la ingeniería civil y a muchas otras disciplinas.
Pero demos un paso atrás y preguntémonos ¿por qué el conocimiento siempre debería "ser de alguna utilidad"?
De ser así, el conocimiento sería, para el hombre, sólo una función útil para algún fin, y este fin no sería el conocimiento mismo. ¿Útil para qué entonces? ¿Para mantener nuestra vida biológica? ¿O para ofrecernos algún placer? La supervivencia del cuerpo, luego las satisfacciones que puede proporcionarnos: esta es de hecho la respuesta que muchas mentes superficiales darían a esta pregunta.
Ahora bien, tal concepción es terriblemente reduccionista, porque rebaja al hombre a ser sólo una especie de animal, posiblemente superior a otras en ciertos campos. En realidad, una búsqueda de sentido es innata en el espíritu humano, que trasciende los límites de lo útil y lo placentero. Así lo atestigua ya la historia de las ciencias individuales, que nunca se detienen sólo en los resultados prácticos, sino que siempre tienden a construir teorías más amplias y más capaces de abarcar la complejidad de la realidad sólo para conocerla mejor. En otras palabras, es natural que el hombre desee saber por saber; de hecho, es el signo de nuestra grandeza.
Ahora bien, este empuje encuentra en las ciencias exactas y en las ciencias humanas un objeto específico y cada vez limitado, mientras que apunta, en sí mismo, a conocer todo lo que, en sí mismo, es cognoscible, y por lo tanto constituye una cierta totalidad.
Hay, frente a nosotros y dentro de nosotros, tres grandes esferas que van más allá del conocimiento especializado, precisamente porque lo abarcan todo: la naturaleza, el hombre mismo y, sobre todo, el ser. Expliquémoslo.
Nos encontramos en un mundo de realidades corpóreas, cuyas leyes las ciencias legítimamente buscan descubrir; pero, antes de ser reguladas por parámetros que condicionan su existencia y dinamismo, las cosas tienen una identidad que el lenguaje trata de expresar con una definición lo más pertinente posible. ¿Hay algo común, en alguna medida, entre todas las realidades corporales, sea una gota de agua, un tilo, un gato? Este es el campo de investigación de la filosofía de la naturaleza.
Cuando nos volteamos desde el mundo exterior hacia nosotros mimos, surgen preguntas sobre el hombre: en primer lugar, ¿qué es el hombre? ¿Cómo se articulan entre sí y con la humanidad misma sus múltiples dimensiones: racionalidad, habla, creatividad artística y técnica, propensión a la vida social y política, apertura a lo sagrado, entre otras? Y siendo el hombre autoconsciente como ser cognoscente y libre, la pregunta antropológica se expande en una pregunta ética - ¿qué debo hacer? - y en una pregunta gnoseológica - ¿qué puedo conocer y cómo lo conozco?
Además de la naturaleza y el hombre, existe la instancia más universal y más radical: aunque todo es algo y no otra cosa – un tilo es un tilo, no es un plátano -, todo es: el tilo es, el plátano es, hasta el gato es. ¿Qué es entonces el ente, no como tal o cual ente, sino precisamente en cuanto es? ¿Y hay una causa trascendente del ser de las cosas, que las religiones llaman Dios? Estas dos cuestiones generan respectivamente la metafísica y esa teología que llamamos filosófica, para distinguirla de la teología que se basa en la Escritura.
Así parece que la cuestión del sentido genera seis áreas de investigación: filosofía de la naturaleza, antropología, filosofía del conocimiento, ética, metafísica, teología filosófica. Todas caen dentro del ámbito de la filosofía, y todas son... inútiles, primero porque ninguna hará funcionar una computadora, y luego porque ni siquiera la ética me dirá finalmente lo que tengo que hacer hic et nunc para hacerlo bien.
La grandeza de la filosofía consiste precisamente en su gratuidad: es un saber que, siendo buscado por sí mismo, y por nada más, es sabiduría. Al mismo tiempo, sin embargo, el conjunto de disciplinas que acabamos de esbozar es, en otro sentido, útil para todo.
Por cierto, quien haya adquirido un cierto dominio de ella podrá evaluar los méritos pero también los límites del conocimiento científico con el que nos enfrentamos en la vida profesional o cotidiana. Y más profundamente, podrá insertar los fragmentos analizados por tal o cual ciencia en el todo del que recibirán su pleno significado.
La personalidad intelectual de este alumno saldrá enriquecida por la capacidad de organizar en un organismo coherente todo lo aprendido desde la infancia, y podrá aprender más después. Esta organicidad es ante todo sistemática, porque apunta a saber cómo son las cosas en las que se basan las diferentes partes de la filosofía; pero también es histórica, porque estudia su desarrollo desde los griegos hasta nuestros días.
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