Acercándome a mis cincuenta años, planeaba mi tiempo tratando siempre de tomar distancia de la inexorable vejez. Sin embargo, por mi edad, lo hacía con un realismo cada vez menos ingenuo.
Por ello sentía cierta desazón cuando, haciendo nuevos planes de futuro, para ciertas cosas la ilusión comenzaba a quedar atrás o simplemente no me acompañaba, por lo que la estrategia sería la de siempre: estar inmerso en mucha actividad, en lucha contra una depresión que se insinuaba.
Reconocer los límites
Era consciente de que iba perdiendo energías y de que, quisiera o no, debía comenzar a reconocer los límites del otoño de mi existencia. Con todo, me esforzaba por ser fiel a todos mis compromisos, aun cuando algo me decía, que no estaba siendo capaz de llevar a cabo lo que verdaderamente vale la pena y permanece.
Un asunto inesperado
Sucedió entonces una delicada enfermedad de mi esposa, por la que debió pasar largos días en el hospital. De pronto, sin dejar de asombrarme en mi interior, me encontré cancelando toda actividad para estar cerca de ella, y así pasé dos semanas, sentado en un sillón cerca de su cama o descansando y durmiendo en un sofá de la misma habitación.
En ocasiones, salía a estirar las piernas por unos jardines envueltos en el silencio del área de hospitalización. Poco a poco, sentí un inefable recogimiento que me decidió a apagar mi celular.
Y comencé a entrar en mi interior para comprender…
Mi intención por cumplir todas mis obligaciones y proyectos, por buenas que me parecieran, absorbían toda mi humanidad, de tal manera que no lograba descubrir las actitudes profundas de mi corazón, al que ahora podía escuchar, como un suave sonido del silencio.
Como al profeta, Dios me hablaba en la suave brisa, descubriéndome que existe una diferencia entre el tiempo psicológico, ese que los humanos repartimos en días, horas, minutos, y… el tiempo de Dios.
Una voz que me decía que, por mis precipitaciones, no lo estaba dejando actuar en mi vida y que, si deseaba que así fuese, era necesario que me esforzase por adquirir y conservar la paz interior, la paz de mi corazón. Mas… ¿cómo?
¿Cómo iba a recuperar la paz?
Decidí que abandonaría el hospital consciente de la realidad de una dimensión en la que podía recogerme en mi interior, y dejar las cosas del tiempo humano en las manos de Dios. Lo había reconocido y aprendido, cuando me desconecté de todo, y el mundo pareció no necesitarme.
Pasé a vivir un tiempo en el que dejé a un lado pensamientos sobre ocupaciones y preocupaciones meramente temporales. Hice oración, recé, di gracias por todos los dones recibidos y me propuse rectificar errores, para amar más y mejor.
En ese tiempo en el que conversé en profunda intimidad con mi esposa, di lentos paseos por los cuidados jardines, con el tiempo para discretamente oler una flor, tocar la húmeda tersura de un verde césped, escuchar detenidamente el trino de unos pajarillos y ver en el dorado de un atardecer, las manos impresas del Creador.
Comprendí que esas cosas tan grandiosas o sutilmente bellas, me pertenecían, pues las había hecho para mí. Que vivía tan aprisa que miraba sin ver, y escuchaba sin oír, lo que verdaderamente vale la pena y permanece.
Un propósito renovador
Entonces me hice el firme propósito de llevar siempre conmigo el tiempo de Dios.
Seguiría haciendo planes y proyectos, me esforzaría por realizarlos con humana ilusión, pero evitando esa zozobra y precipitación que impide en el instante presente entrar en el tiempo de Dios.
Un tiempo de contemplación y oración con sabor de eternidad.
Por Orfa Astorga de Lira
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