Me detengo ante la puerta abierta de María. Con el alma inquieta, cansada. Y dejo que sus ojos me miren. Lo hacen, no dejan de escrutarme. Me miran por fuera, por dentro, de arriba abajo.
Yo quisiera esconderle todo lo que no me gusta de mí mismo, mi miseria, mis debilidades, mis perezas, mis impurezas, mis rabias contenidas y desbordadas, mis insatisfacciones. Se lo tapo todo sabiendo que lo ve. Como si pudiera desconocer de qué madera estoy hecho.
Veo mi fragilidad llena de miseria. Y me postro tocando la piedra sagrada. Algo dentro de mi me dice: mira la estrella, invoca a María.Porque el santuario es un lugar santo.
Este santuario que un día vio nacer a un grupo de jóvenes enamorados. Y hoy vuelvo a tocar estas piedras, esta Iglesia pequeña en la que está María y me emociono. Es como si las lágrimas pugnaran por salir. Como quien vuelve a casa sin saberlo.
El sí de María es siempre nuevo
María es una realidad siempre nueva, que vuelve a surgir de la nada. O mejor, vuelve a brotar de un sí callado, silencioso, mudo. Un sí convertido en obras, en gestos, en palabras. Un sí que se abrepaso en medio de la soledad de los hombres y hace creíble la esperanza.
Quisiera tener siempre un corazón de niño para creer, para soñar. Quisiera poder romper las rocas con mis manos. Deshacer la piedra entre los dedos. Como si los problemas se diluyeran en las aguas que corren arrastrándome.
Me dejo llevar por esa corriente que brota de este lugar santo lleno de María. De ese pequeño lugar que quiero que surja en tantos lugares en el mundo. Para obrar esos milagros que pasan desapercibidos a los ojos de los que esperan curaciones extraordinarias.
Ir a la fuente de vida, luz y esperanza
Me gusta volver al comienzo. Despojada mi alma de tantos adornos, prejuicios, miedos, heridas, complejos. Volver al lugar único en el que un alma herida se unió con el alma virginal de María. En esa unión cálida y blanca entre madre e hijo. Y me mostró un camino para empezar de nuevo el ascenso de todas las cuestas, de todas las montañas. Sin más miedos. Sin más dolores extraños.
Podré buscar razones para no creer pero la vida me vuelve a llevar a la fuente para que no olvide, para que no tiemble, para que piense en el bien que me hace esa fuente inagotable de vida, de luz, de esperanza: María.
Quiero dejar que pasen las horas en ese lugar santo, que los sueños vuelvan a florecer entre mis dedos y hacer locuras de amor, perdiendo el sueño, incluso el tiempo o la vida. Sólo por amor, porque de los enamorados son los sueños más grandes.
Me gusta volver a esta tierra santa en tiempos revueltos. Cuando en ocasiones las preguntas me hacen dudar, me turban, me inquietan. Como dagas que pretenden quitarle vida a la vida.
Lugar de paz
Y aquí, junto a María, es como si todo se sanara. Los miedos más profundos. Las inseguridades más grandes. Y la verdad es una sola, desvestida de subterfugios y simulaciones.
Lejos de apariencias y mentiras. Una verdad que enamora, convence, irradia una luz que no es propia, viene del cielo.
Me gusta volver a este valle del santuario, a estos montes santos. Para encender el corazón y que nada me pese después de tantas guerras, de tantas luchas.
Siento en medio de pasos trémulos, cansados, que puedo llegar a correr por estas calles santas tantas veces surcadas. Como mares concidos en los que mi barca un día creyó en los imposibles. Y se sostuvo en el tiempo, rotas las velas por los vientos de la tormenta.
María, yo deseo lo que tú posees: tu paz para enfrentar las luchas, tu resiliencia para no tirar nunca la toalla, tu mirada alegre y confiada cuando todos tiemblen y pierden la esperanza.
Si cambia un corazón ya está cambiando el mundo. Si yo callo y actúo movido por mi fe esa actitud ya está sembrando vida nueva alrededor.
Me abrazo en las paredes de ese santuario nuevo, ya centenario, paredes cansadas y llenas de luz, de juventud, de esperanza. No le tengo miedo a las incertidumbres que surgen en el corazón.
Puedo ser una creatura nueva en las manos de María. Ella puede componer una suave melodía con mi voz, con mis miedos, con mis fracasos. Y hace que todo se recomponga sin necesidad de hacer cosas prodigiosas, grandes milagros (Jn 2,1-11). Basta mi sí alegre y silencioso.
Eso basta. Sin palabras, sin reproches, sin críticas ni juicios. Sólo el sí enamorado de los que dan la vida.