Llevaba meses sufriendo atrozmente, roída por la tuberculosis que se la llevaría la noche del 30 de septiembre de 1897.
Durante meses, además, sabía que le esperaba una muerte sin ningún tipo de alivio.
En la noche del Viernes Santo de 1896, vomitando la sangre que ocultó a sus superioras por temor a acaparar la atención de los demás, Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz se sintió llena de una inmensa alegría: la certeza de dejar este mundo para la felicidad del Amado.
Su patrona, la gran Teresa de Ávila, en su lecho de muerte había exclamado:
Del mismo modo, Teresita anhelaba con todo su ser el encuentro eterno. Ahora bien, le quedaba más de un año y medio de vida. No fue un tiempo de felicidad, como ella deseaba, sino una auténtica “noche oscura del alma”, que en ocasiones podría parecer incluso la más negra desesperación.
Ella quería esta oscuridad
Es su culpa, y lo sabe: ella quería esta oscuridad, la exigía. Ahora la penetra totalmente. Dios se lo concedió. Pero, ¿sabía ella, esta joven de 23 años, lo que se había atrevido a pedir?
Un cierto imaginario piadoso nos ha impuesto una visión distorsionada, ingenua y reductora de Teresa. Nos la presentan como una monja carmelita sonriente y más bien regordeta que hace llover rosas.
“Pasaré mi Cielo haciendo el bien en la tierra”, había dicho; pero el precio que pagó por ello es inimaginable.
“¡Rompan la estatua!”, gritó el escritor Gilbert Cesbron hace setenta años para acabar con esa imagen pía de esta santa. Tenía razón. Teresa es la antítesis de los cuentos de color de rosa a la que muchos nos han acostumbrado.
Tal vez solo ella en la historia de la santidad, con un temperamento guerrero -no en vano amaba a Juana de Arco- se atrevió a pedir al Señor lo que nadie sería tan tonto como para pedirle, en su sed desenfrenada de salvar almas y no dejar que se perdiera ni una sola gota de la preciosa sangre del Crucificado.
“¡Cargo con todo!”, declaró como una niña. Cargará con todo, en efecto, comenzando por lo que nadie quiere.
Toda su vida soñó con ser misionera y rezó por sus “hermanos sacerdotes y seminaristas”.
Pero su otra tarea consistirá en salvar a los que se condenan, a los que no creen, a los que no aman, a los que no esperan.
Empezó pronto, cuando, a fuerza de oraciones y sacrificios, en 1887 consiguió la conversión in extremis, en el cadalso, de Henri Pranzini, quien había matado por unas joyas y pocos francos a una mujer de 40 años, a su hija de 12, y a su criada de 38.
Teresita le llamó “mi primer hijo”. Ese día, comprendió tanto la inmensidad de la misericordia de Dios, la comunión de los santos, como el coste de sacar a los pecadores del abismo.
Si durante toda su vida, la que soñaba con ser misionera, rezaba por sus “hermanos sacerdotes y seminaristas”, su nueva tarea se convertiría en salvar a los que están en proceso de condenarse, a los que no creen, a los que no aman, a los que no esperan. Y son innumerables...
Sola hasta el final
En uno de esos grandes impulsos que la caracterizaban, un día exclamó: “¡Dios mío, déjame sentarme a la mesa de los pecadores!”. Pero no para compartir sus pecados, sino para asumirlos, redimirlos y permitir que su oscuridad se convierta en luz.
¿Podía imaginar, cuando hizo esta loca petición, cómo era esa tenebrosa mesa, donde las almas se debaten en una soledad odiosa y desesperada, presagiando la del infierno?
Y precisamente, a partir del Sábado Santo de 1896, y hasta sus últimos momentos, Teresa se sentaría en esa mesa oscura para no volver a levantarse.
Toda la furia del diablo se abatirá contra ella por tener la audacia de disputarle aquellas vidas humanas que ya parecían totalmente perdidas. El 16 de agosto de 1897, confió, jadeante, a su hermana Céline:
Unas horas después ya ni siquiera podrá comulgar, a causa de los continuos vómitos de sangre que le impiden deglutir la más mínima partícula de la hostia...
Se quedará sola hasta el final, encadenada a la mesa de los pecadores, como si atrajera sobre sí esa justicia divina de la que siempre se ha negado a tener miedo, afirmando que uno recibe de Dios lo que espera de Él.
“Señor, Señor, ¿por qué me has abandonado?”. La agonía de Teresa es un eco de la de Cristo.
La noche del vacío
Pidió a las monjas que la cuidaban que pusieran las medicinas fuera de su alcance, pues tenía miedo de la tentación de tomar una dosis letal:
¿La fe? Todavía la tiene, por supuesto, pero ya no la siente... La mesa de los pecadores es aquella en la que Dios está ausente. Quería sentarse en ella. Así que se comporta como si siguiera viendo la luz ausente.
Es el clásico consejo de los confesores a quienes dicen haber “perdido la fe”: “¡Vive como si la tuvieras!”.
Parece absurdo, pero no lo es. De hecho, por lo general, más o menos rápidamente, suele terminar la prueba.
Miedo de blasfemar
Pero esto no le sucedió a Teresa, encerrada en su silencio y soledad, luchando sola contra los poderes de las tinieblas, incapaz de saber si su Salvador sigue con ella en su lucha.
El Maligno merodea y le deja caer pensamientos venenosos: “Sigue adelante, sigue adelante y regocíjate en la muerte, que no te dará lo que esperas sino una noche más profunda, la noche de la nada. No quiero escribir más, tengo miedo de blasfemar. Me temo que he dicho demasiado”, admite.
Teresa se tambalea sobre el abismo. Se ha unido a la miserable multitud de pecadores, de esos incrédulos fascinados por el vacío, la nada, los abismos de la muerte, ese inmenso pueblo de los tiempos venideros, el nuestro, por el que se ofrece en expiación.
Tengo miedo de blasfemar…
La madre Inés, su superiora, su hermana mayor, intuye algo de la espantosa batalla que libra, inmóvil en su lecho, su hermana menor Pero como no ha comprendido del todo la medida del heroísmo de Teresa, teme que sucumba, que expire con la blasfemia en los labios.
La hermana reza, pide oraciones a los demás para alejar esta posible y escandalosa desgracia. ¿Se puede imaginar algo peor?
¡Una de las mayores santas de la historia de la Iglesia necesitó que otros, que no le llegaban ni a los tobillos, la acompañaran y la sostuvieran en sus últimos momentos! El colmo del abandono, el misterio más alucinante de la comunión de los santos.
La muerte
Teresa entrega su alma aferrada a su crucifijo, repitiendo hasta su último aliento: “Jesús, Jesús…”. Las últimas palabras de Juana de Arco.
La oscuridad no se la llevó. Sus hermanas aún no lo habían entendido. Desgarrada, tras asistir a la muerte de su hermanita, habiendo esperado un milagro hasta el último momento, la madre Inés abandonó la habitación de la enfermería donde Teresa acababa de espirar su último aliento.
Por fin las estrellas
Lloró con fuerza, por fin podía hacerlo, pues su hermanita ya no podía verla. Apoyada en el muro del claustro, levantó los ojos hacia un cielo otoñal de Normandía, chorreado de lluvia, opaco, negro, tan desesperante como esa muerte y gimió: “Si hubiera estrellas…”.
Entonces el viento dispersó repentinamente las nubes, dejando sobre el Carmelo de Lisieux un espléndido firmamento, y en primer plano esta constelación que Teresa amaba, porque dibuja la letra mayúscula de su nombre. Este fue el primer “milagro” de Teresa que realizó, a su entrada en el Cielo, para consolar a su hermana mayor.
Por Anne Bernet
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