El caso de la hermana Giusy Maffini es totalmente excepcional. Ella misma lo cuenta así: "En 2016 nos encontramos con que el monasterio estaba lleno, ya no teníamos sitio para acoger a nuevas hermanas jóvenes. Entonces, nos preguntamos si, una vez más, el Señor no nos estaba pidiendo que saliéramos".
Estamos hablando del monasterio trapense de Vitorchiano, en Italia, donde decidió hace 21 años consagrarse a Dios. Hoy acoge a más de setenta mujeres que lo han dejado todo, como ella, para dejarse transformar por el Amor de Dios en la oración, la liturgia y el trabajo manual.
Si razonáramos en términos empresariales, podríamos decir que estamos ante un caso de éxito: en tiempos de vacas flacas, este monasterio crece hasta el punto de que ya no hay espacio para nuevas vocaciones. ¿Podría usted sospechar, en los tiempos que corren, que la vocación cisterciense es una industria en crecimiento?
Ni corta ni perezosa, hace dos años, en plena pandemia, la hermana Giusy, de origen italiano, se trasladó a Portugal para fundar un nuevo monasterio, junto con nueve hermanas.
Hoy en día, el Monasterio Trapense de la Santa Madre Iglesia acoge a diez hermanas, en buena parte jóvenes.
En una tierra árida y deshabitada
Han surgido en una zona de Portugal pobre en recursos y de la que la gente se aleja. Se ha convertido en una casa acogedora, donde las personas pueden hacer una experiencia de fe y oración.
Les hemos preguntado a lectores de Aleteia cuáles sus dificultades para vivir en familia o cono los demás. Las hemos compartido con la hermana Giusy, pidiéndole ayuda, para que nos ofrezca elementos de reflexión.
En esta entrevista estuvieron presentes, además, las hermanas Sara Smacchia, Annunziata Levi y Margherita Baldini. Esta es la conversación que hemos mantenido en plena libertad.
– ¿Qué les ayuda en el monasterio a estar unidas sin la absurda pretensión de que las relaciones sean siempre "perfectas" e idílicas?
Las relaciones entre nosotras en el monasterio no son idílicas. Se trata de partir de la conciencia de que hemos sido llamados, juntas, por el Señor y no nos hemos elegido por temperamento o simpatía. Cada una tiene sus diferencias, que resultan ser una riqueza mutua. Y reconocemos que somos el camino de los demás hacia la realización de nuestras vidas y nuestra conversión. Incluso en una familia, aunque partiendo del hecho de que los cónyuges están unidos por una elección mutua, a diferencia de nosotros, lo que luego mantiene a los dos unidos es la conciencia del sacramento y no el sentimiento que quizás termina después de un tiempo. Amar exige un trabajo que implica el servicio mutuo, el perdón, el sacrificio y la renuncia a la pasionalidad efímera y egoísta, y al deseo de extender prepotentemente las manos sobre el otro.
Y, si profundizamos aún más, el amor me pide que reconozca que no soy buena por naturaleza. Esto ha sido para mí uno de los "descubrimientos" que he hecho en el monasterio, en mi camino de conocimiento personal. Tal vez suene obvio, pero para mí es decisivo, porque coincide con el hecho de cuestionarme cada día.
En la vida comunitaria, el pecado nunca es una objeción, ni mi pecado ni el de los demás, porque Jesús nos dio su perdón, murió por nosotros, por nuestra salvación. La última palabra es una mirada de esperanza, de bien, de renacimiento, de cambio y conversión, que siempre es posible. Perdonar no significa borrar el mal, no significa no verlo. Significa reconocerlo por lo que es, llamarlo por su nombre, con la certeza de que uno puede y debe cambiar. Cuando el Papa Francisco recuerda esas tres palabras –"gracias", "perdón", "permiso"– no está dando reglas de etiqueta familiar, sino señalando el camino para hacer crecer las relaciones haciéndolas reales.
La oración nos ayuda a abrirnos al otro, a dejarnos molestar y cuestionar por nuestras hermanas. Pero esto no excluye vivir plenamente las exigencias y los desafíos de una relación, de una amistad, dentro de una colaboración, de un servicio mutuo, de una verdadera escucha del otro. Así pues, una madre de familia no puede renunciar a su misión de madre: tiene que levantarse por la noche si su hijo llora, cambiar los pañales del bebé…, pero puede optar por encontrar unos minutos durante el día para recordar al Señor que está presente y que le ha dado a su hijo.
El amor es la aventura de toda una vida y se aprende equivocándose, se aprende viviendo. Aprendemos de los demás, que invariablemente nos dicen cuándo estamos demasiado presentes, o cuándo nos hemos distraído o distanciado. Amar significa entrar en una dinámica de entrega, con la humildad de saber que no somos capaces, pero que necesitamos desesperadamente amar y ser amados. Con la humildad de tener que aprender a escuchar a los demás para entender sus necesidades.
– Una lectora nos plantea un problema muy diferente: “Mi marido está fuera durante muchos meses, y yo estoy sola con el trabajo, la casa y dos hijos. Cada mañana siento la tentación de ceder, de tirarlo todo por la borda, de quejarme todo el tiempo y pensar que no puedo con todo”. ¿Cómo es posible levantarse de la cama cada mañana sin caer en la trampa del egoísmo?
Los amigos me parecen fundamentales en el camino de una familia. Verdaderos amigos con los que se camina, se pregunta, se ayuda, se comparten alegrías y penas. Las amistades ayudan a mantener vivo el recuerdo de por qué nos levantamos por la mañana y nos ponemos a trabajar. Sin compañeros, es difícil tener éxito y no ceder al desánimo. Cuando siento la tentación de abandonar o recriminaciones hacia mis hermanas, porque no entienden mi necesidad o no ven lo que hago, porque no valoran mi "sacrificio", intento recordar todas las veces que las relaciones me han dado la vida.
Todas las veces que he necdesitado a los demás, a mis hermanas, a la madre superiora, con su compañía, sus palabras, su presencia, fueron de gran ayuda. Son una maravilla. Y entonces todo se redimensiona.
Y me pregunto qué es lo que me hace sufrir en ese momento, y siempre descubro que el problema está dentro de mí. No son los otros. En cambio, los otros son lo que el Señor está usando para visitarme dentro de la dificultad que estoy experimentando, para traer algo nuevo a mi vida que de otra manera no vería por mí mismo.
– Un lector pregunta: “¿Cómo no sucumbir a la negatividad y al pesimismo?”. Se podría añadir: con la pandemia nos redescubrimos mortales, parecía que lo habíamos olvidado. ¿Es pesimismo haber centrado de nuevo la atención en la "presencia" de la muerte?
San Benito en la Regla pide al monje que tenga la muerte ante sus ojos todos los días. ¿Por qué nos pide esto? ¿Por pesimismo? No. Nos lo pide para que tomemos conciencia de nuestra finitud.
Nuestra dimensión de criatura es una gracia, porque nos ayuda a vivir con gratitud y con la certeza de que si vivimos es porque Alguien nos mantiene vivos. Y esto es liberador, porque cuando vivimos pensando que somos el creador de nuestra vida, en realidad estamos viviendo más allá de nuestras fuerzas. Esto no nos hace más felices, ni más humanos, ni más contentos. La mayoría de las veces nos aleja de Dios y de los demás. Somos criaturas, criaturas con una compleja serie de órganos unidos de forma sofisticada, y sin embargo un resfriado puede bloquear todo el funcionamiento. Entonces, ¿tiene sentido seguir pretendiendo ser superhéroes, ser lo que no somos y nunca podremos ser?
Asumir la experiencia del dolor, de la finitud y de la muerte es, en efecto, mirar de frente la propia humanidad, en la perspectiva de la preciosidad y de la predilección a los ojos de Dios. No hablo así para sublimar la dimensión de la herida y el dolor que marcan dramáticamente nuestras vidas, sino porque he experimentado repetidamente esta prueba en mis seres más queridos. La certeza de la vida eterna, la certeza de que somos queridos y amados, se me ha hecho evidente precisamente ante la muerte.