—Nuestros hijos los tuvimos, pero los nietos nos los regalaron, y con ellos una segunda oportunidad de volver a vivir el asombro por la vida, desde volver a corretear mariposas, ver pasar brujas en la oscuridad de la noche, curar chipotes, dar consejos en cuestiones académicas, asesorar noviazgos, apadrinar bodas y más —nos dijeron una Navidad nuestros abuelos, con una sonrisa de oreja a oreja.
Y Dios se los llevó en la madurez de sus almas, después de una larga vida en las que nos acompañaron hasta nuestra adultez.
Sus nietos, bien sabemos que después de nuestros padres, ellos fueron los seres que más amamos, y de los que aprovechamos al máximo la "asignatura de vida" que nos impartieron, y por la que aprendimos la diferencia entre el solo alcanzar el éxito humano y la plenitud que da el encontrar el sentido de la existencia que solo el Creador puede dar.
Una Navidad, reunida la gran familia, sus nietos recordamos con profundo agradecimiento, las muchas formas en que fuimos arropados por su amor.
Algunas facetas de su legado
Aquí reúno algunas de las múltiples facetas de su inefable legado.
Eventualmente, fue necesario que reemplazaran a nuestros padres, secundándolos en nuestro cuidado. Fueron días felices, en los que reforzaban nuestra conciencia moral y el respeto a las reglas de la convivencia, mientras recibimos una vital dosis de seguridad y confianza, que iba fraguando nuestra personalidad.
Los hábitos, la forma de hacer y de pensar de nuestros abuelos, eran, claro está, distintos a los de nuestros padres, los cuales recibían sus consejos fundados en su experiencia, que engarzaban la complejidad de lo nuevo, con la sencillez de lo que nunca falla, y nosotros nos beneficiábamos, pues seguían haciendo mejores a nuestros progenitores.
Nuestros abuelos, nos hablaban de nuestros padres cuando eran pequeños, tal cual lo éramos entonces nosotros. Nos mostraban fotografías acompañándolos con nítidas vivencias, que solo ellos conservaban. Al hacerlo, nos daban una noción del tiempo humano y la continuidad de la vida.
Siempre estaban disponibles para contar cuentos e historias, que incluían las inimaginables peripecias del abuelo, quien se procuraba un merecido pedestal de héroe, a la vez que nos hacían participar con nuestras propias historias, desarrollando en nosotros la capacidad de sociabilizar.
La vida con más calma
Como tenían un modo de vida más calmado que nuestros padres, en nuestras vicisitudes, siempre conseguían apaciguar nuestra emocionalidad y, mientras nos sentíamos valorados, nos ayudaban a desarrollar nuestra inteligencia e imaginación, para afrontar nuestros problemas.
Participaban en nuestra educación, respetando y reforzando las directrices de nuestros padres, cuyo prestigio cuidaban con esmero, mientras nos enseñaban a cultivar nuestra autoestima.
Eran nuestro paño de lágrimas cuando íbamos creciendo. La vida nos propinaba los primeros raspones y, mientras nos consolaban, nos hacían comprender nuestros errores.
Cuando llegamos a la adultez, nos enseñaron con su talante sereno y campechano, una imagen feliz y digna de la vejez. Sabían que lejos de perder la serenidad, podían decir, como dijera el apóstol:
"Está muy próximo el día de mi partida: he peleado la buena batalla, he concluido mi carrera, he conservado mi fe."
Con su testimonio contribuyeron a nuestra educación en la fe.
Esa noche de Navidad, el espíritu de los abuelos se hizo presente en cada uno de nuestros corazones. Marcó un rastro de luz, que habremos de seguir con el ejemplo de ellos y nuestros padres.
Los abuelos de hoy deben sentirse muy afortunados, pues ante el desequilibrio generacional imperante, en la actualidad hay más personas con posibilidades de ser abuelos, pero cada vez hay menos nietos.
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