Corpus Christi irradia su blancura cada día del año litúrgico porque honra el corazón de la fe católica.
La transubstanciación —transformación del pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor— es un milagro constante.
Sin embargo muchos quedan indiferentes porque lo visible no dice nada sobre este cambio de sustancia.
Por eso a veces Dios nos da señales adicionales, generalmente en presencia de una profesión de incredulidad, blasfemia o sacrilegio, al permitir milagros eucarísticos que hacen cambiar a los espíritus indiferentes.
El milagro de san Gregorio
Uno de los milagros más antiguos registrados para nosotros es lo que se conoce como la "Misa de San Gregorio", tan a menudo representada en las artes desde la época medieval.
El papa san Gregorio Magno es uno de los cuatro Padres latinos, pilares de la doctrina y la teología con los santos Jerónimo, Ambrosio y Agustín.
Su sabio gobierno, en la época políticamente convulsa del siglo VI y en una Iglesia sacudida por las herejías, estuvo unido a una vida interior y mística arraigada en su consagración monástica.
Este hombre de acción y contemplación se benefició de poderes sobrenaturales y gracias notables.
El primero en reportar el milagro eucarístico que ocurrió mientras se celebraba la Santa Misa fue Pablo el Diácono en el siglo VIII pero usando una tradición oral continua. Santiago de la Vorágine, en La leyenda dorada, relataría más tarde esta asombrosa historia:
"Una mujer que a veces ofrecía pan en la iglesia, según la costumbre de los fieles, sonrió un día cuando escuchó a san Gregorio exclamar en el altar, durante la consagración de la hostia: 'Que el cuerpo de nuestro Señor Jesucristo te aproveche en la vida eterna!".
Después el santo apartó la mano que iba a poner la hostia en la boca de la mujer, y colocó la santa hostia sobre el altar.
Luego, en presencia de todo el pueblo, le preguntó a la mujer de qué se había atrevido a reírse.
Y la mujer respondió: "Me reí porque llamaste 'cuerpo de Dios' a un pan que yo había amasado con mis propias manos".
Entonces Gregorio se postró y oró a Dios por la incredulidad de esta mujer; y cuando se levantó, vio que la hostia puesta sobre el altar se había convertido en un pedazo de carne en forma de dedo.
Luego mostró esta carne a la mujer incrédula, que volvió a la fe.Y el santo volvió a orar, y la carne volvió a ser pan, y Gregorio se la dio en comunión a la mujer".
El encuentro entre lo natural y lo sobrenatural
Poco a poco los apologistas transformaron este dedo ensangrentado en el Cristo de los Dolores.
Es famosa la representación pictórica de este milagro tan popular a partir de 1264 cuando Urbano IV instituyó el Corpus Christi para toda la Iglesia, y luego a partir del Año Santo de 1350.
Este Cristo aparece como Aquel que pisa las uvas en el lagar místico —su tumba de donde viene— uvas que dejan brotar su Sangre.
Además, san Gregorio estaba celebrando Misa en la Basílica de la Santa Cruz de Jerusalén en Roma cuando ocurrió el milagro. Este santuario conserva preciosísimas reliquias de la Pasión.
Dominio publico
Algunos pintores representaron entonces a Cristo derramando su Sangre de su costado abierto en el cáliz pontificio.
Gregorio Magno se arrodilla ante el misterio y, mientras se prepara para la comunión litúrgica experimenta también una comunión empática con el Salvador sufriente que se le revela, tanto en el altar invisible como sobre el retablo visible.
La corona de espinas aplasta la tiara, que está muy presente pero distante. Frente a Cristo llevado por dos ángeles, se encuentra el Papa rodeado por su diácono y su subdiácono. Se trata del encuentro y la unión entre lo sobrenatural y lo natural.
Esta extraordinaria irrupción de lo divino en la vida humana ordinaria sigue siendo abrumadora.
Sin embargo, la mayor parte del tiempo, las almas permanecen perezosas, si no incrédulas.
Una advertencia del cielo
Así recibimos a través de los milagros eucarísticos, como esta mujer decidida del tiempo de san Gregorio, una advertencia del Cielo para recomponernos y redescubrir el sentido de lo sagrado.
A lo largo de la historia de la Iglesia, se han reconocido oficialmente 132 milagros de este tipo, milagros que adoptan diferentes formas.
Cuando la piedad eucarística vivió su edad de oro en el siglo XIII, la doctrina de la transubstanciación, el IV Concilio de Letrán desarrolló la presencia real. Y el Concilio de Trento retomó la doctrina en 1551.
Las revelaciones dadas a santa Juliana de Lieja a partir de 1208 dieron lugar a la institución del Corpus Christi.
Estas visiones se vieron reforzadas por el famoso milagro eucarístico de Bolsena en 1264 durante una misa celebrada por un sacerdote que dudó de la presencia real: el corporal manchado de sangre aún se conserva en Orvieto.
En ese tiempo de fe, se relata en las Crónicas de Giovanni Villani un milagro ocurrido en la corte de San Luis de Francia y anotado en los Anales de 1257 por Henri de Sponde.
En el momento de la elevación, mientras un sacerdote celebraba la Misa en la capilla del Palais de la Cité, la hostia consagrada se transformó en una niña de extraordinaria belleza.
Los fieles quedan impactados y se manda llamar al rey para que él mismo pueda contemplar esta maravilla. Pero san Luis se niega a ir y responde:
¡Que vayan a ver este milagro los que no creen en tan grande maravilla! Yo que, gracias a Dios, con las luces de mi fe, contemplo y adoro a Jesucristo mi Salvador y mi Dios bajo las especies sacramentales del pan y del vino, no necesito este prodigio para la confirmación de mi fe.
Esa inesperada reacción enfatiza la santidad del monarca: su fe no necesita ver. Le bastaba la contemplación de la presencia real en cada misa, aunque sus sentidos no pudieran penetrar lo invisible.
Un milagro en cada misa
Para que una iglesia sea habitada, basta que el Santísimo Sacramento descanse en el sagrario.
La lámpara que señala su presencia es una luz que atrae incluso a los incrédulos. A muchas personas les gusta retirarse por un momento al silencio de un santuario católico debido a este resplandor eucarístico.
No hay aquí ningún fenómeno milagroso salvo el que se repite en cada misa y que luego permanece gracias a la Sagrada Reserva.
Como nuestras mentes son débiles y cambiantes, a veces necesitan señales del cielo para convencernos de que lo que decimos creer es una realidad.
Igual que la mujer incrédula que se reía de la misa de san Gregorio, estamos sujetos al letargo espiritual y nuestra fe se deshilacha.
Si nos resignamos a estar acostumbrados, a no adorar la Presencia Real de rodillas, a comulgar sin preparación del alma y sin respeto, no podremos corresponder a nuestra verdadera naturaleza redimida por el bautismo y nos secaremos.
Que podamos compartir la fe de san Luis, que es la de la Iglesia desde sus orígenes. Este es un milagro eucarístico que pasa más desapercibido pero cuyos efectos nos abren la puerta estrecha.