Nuestro Señor Jesucristo dejó muy claro en el Evangelio que todos somos pecadores, basta leer el pasaje que narra que los fariseos le llevan a una mujer acusada de adulterio, esperando escuchar una condena de sus labios, pero Él responde categóricamente: «el que esté libre de pecado, que lance la primera piedra» (Jn 8, 7).
Sin embargo, tenemos la esperanza de que Él tendrá misericordia de nosotros, simplemente por el infinito amor que nos profesa, y estamos seguros de que no quiere nuestra condenación, por el contrario, nos ha dejado todos los medios necesarios para alcanzar la santidad, los cuales tenemos a mano y se llaman sacramentos, especialmente el de la Reconciliación y el de la Eucaristía.
Dos extremos: desesperanza y abuso de confianza
Lo que es cierto es que no debemos caer en los extremos: ni desesperar, pensando que somos tan pecadores que Dios no podrá perdonarnos, ni en el exceso de confianza, creyendo que podemos hacer lo que nos plazca, porque finalmente Dios no permitirá que nos condenemos.
Por eso, es importante estar siempre dispuestos a buscar la manera de superar nuestros defectos e ir poco a poco deshaciéndonos de nuestros pecados, algunos habituales o tan apegados a nuestra rutina que creemos falsamente que son parte de nuestra personalidad.
Desesperarnos es una trampa del demonio
El primer caso es usual entre los que se convierten pero no tienen formación en la fe. Es posible que hayan tenido un primer encuentro con Jesús y se sientan tan indignos de Él que les cueste aceptar la enormidad del efecto que tiene el sacramento de la reconciliación en el pecador arrepentido. Por eso es indispensable estudiar el Catecismo de la Iglesia Católica, acudir a Misa todos los domingos e incluso entre semana, ver programas edificantes en televisión o redes sociales, frecuentar algún grupo de estudio y orar intensamente en casa y frente al Santísimo Sacramento para fortalecerse; además de confesarse con frecuencia, para alejar de sí los embates del demonio.
La presunción nos aleja de Dios
El segundo caso es quizá más peligroso que el primero, pues la persona cae en el extremo de creer que, haga lo que haga, Dios tiene la obligación de salvarlo a pesar de él mismo, como si Dios pudiera forzarnos a hacer algo que no queremos, aunque se trate de un beneficio para nuestra alma. Está muy equivocado quien pretende salvarse sin esfuerzo, por eso la santidad estriba en amar a Dios sobre todas las cosas, deseando parecernos a Cristo cada vez más, y amar al prójimo como a nosotros mismos, que es donde todo se descompone, ya lo advirtió el Señor:
«Amen a sus enemigos, hagan el bien y presten sin esperar nada en cambio. Entonces la recompensa de ustedes será grande y serán hijos del Altísimo, porque Él es bueno con los desagradecidos y los malos» (Jn 6, 35).
Cada día es una oportunidad de mejorar
En conclusión, podemos decir que todos estamos en el camino de la perfección, unos adelante, otros más quedados, pero nuestra intención debe ser en todo momento alcanzar el cielo y procurar utilizar los medios que Dios nos ha dado. Si nuestro Señor no quisiera nuestra salvación, nada podríamos hacer para lograrla, pero Él nos quiere a su lado, ahora falta que seamos nosotros lo que nos esmeremos en aprovechar sus gracias y mejorar nuestra vida.
Que Dios nos ayude a perseverar, siempre de la mano de María Santísima.