Como dice el refrán: "El agua estropea el vino, el vino mejora el agua". ¿No tiene esto un buen sentido teológico? Si el agua es el signo de la humanidad y el vino el de la divinidad, la primera está llamada, en efecto, por el sacrificio de Cristo, a unirse con la segunda: "nuestro Dios se hizo hombre, para que el hombre sea Dios", dice el cántico. Lo contrario se llama pecado, cuando la humanidad se aparta de su vocación de hijo del Padre malgastando sus dones.
Esta realidad central de la vida cristiana es recordada en cada Misa por un gesto discreto del sacerdote o del diácono. Durante el ofertorio, mientras corta con agua el vino para la consagración, el ministro dice en silencio:
«Al mezclarse esta agua con el vino para el sacramento de la Alianza, que nos unamos a la divinidad de Aquel que quiso asumir nuestra humanidad».
En el corazón del sacramento de la Alianza, el sacrificio eucarístico, esta oración nos recuerda que los fieles se asocian a este sacrificio al mismo tiempo que desean conformarse a la vida de Cristo Redentor.
Las dos naturalezas de Cristo ofrecidas en la Cruz
En su Diccionario de liturgia, monseñor Robert Le Gall, hoy arzobispo emérito de Toulouse, nos recuerda que añadir agua al vino es, ante todo, un gesto muy práctico que tiene su origen en la liturgia judía. En los días de fiesta, el vino, a menudo muy fuerte en estas tierras áridas y soleadas, se corta antes de beberlo. Este origen recuerda que la institución de la Eucaristía tuvo lugar durante las comidas festivas del pueblo de Israel.
Más allá del simbolismo de la Alianza antes mencionado, el cáliz simboliza también la unión de las dos naturalezas en la persona de Cristo. Durante su ofrenda en la Cruz, sus dos naturalezas se entregaron verdaderamente por amor. Este amor ya se manifestó en el Gólgota por el agua y la sangre que brotaron del costado traspasado, y que también se simbolizan en el cáliz lleno de vino al que se añade una gota de agua.