Nuestras palabras y forma de comunicarnos dicen mucho de nuestra forma de amar. Existe una relación profunda entre las palabras que pronunciamos, o que evitamos decir, y las relaciones que construimos. Nuestra vida siempre habla, inevitablemente. Hablamos con nuestros silencios, con nuestras miradas, con nuestras decisiones, con las palabras que escogemos y con nuestra indiferencia.
La vida toda es una parábola; y la palabra parábola proviene de para-ballein (lanzar hacia adelante). Nuestra existencia siempre se arroja ante los demás, quedamos expuestos, nos revelamos tal como somos.
La forma en que nos comunicamos siempre deja una huella, nunca pasa sin dejar marca en el suelo de la vida de los demás. También Dios, con su palabra, trabaja en la tierra de nuestra vida, y no se resigna hasta haber sacado el fruto, incluso de la tierra más seca.
Una forma de amar
Esta dinámica se encuentra en la imagen del sembrador utilizada por Jesús: Dios atraviesa el terreno de nuestra existencia y la encuentra en diferentes condiciones. Así como un campo experimenta diferentes estaciones, nuestra vida está marcada por la superficialidad, por las preocupaciones y el sufrimiento, o por la disponibilidad.
El sembrador representa, no solo la forma en que Dios arroja su palabra en nuestras vidas, sino que también cuenta la historia de la manera en que Dios ama a cada suelo. En efecto, el sembrador no espera hasta que el campo esté listo para acoger la semilla, sino que lanza su palabra a cualquier tipo de suelo. El sembrador no hace cálculos, no arroja la semilla solo donde espera recoger más frutos, sino que se arriesga.
De esta parábola puede surgirnos una pregunta: ¿y nosotros, qué clase de suelo somos? Sin embargo, la parábola no quiere condenar ni premiar la situación que estamos viviendo, sino hacernos comprender que en cualquier condición en la que nos encontremos, Dios sigue dándonos su palabra y su amor incondicionalmente. Él proyecta su palabra, se comunica, me ama, sea cual sea la temporada por la que esté pasando.
Desperdiciar
La forma en que trabaja el sembrador habla del estilo con el que Dios ama: el que ama de verdad, derrocha, no hace cálculos, no espera que el otro sea perfecto para amarlo, no se compromete solo donde sabe que recibirá algo a cambio.
Es cierto que muchas veces consideramos la reciprocidad como un valor fundamental de nuestra cultura: solo nos comprometemos cuando estamos seguros de que los demás harán lo mismo conmigo. Este argumento puede ser válido, pero, no es el estilo del Evangelio.
Cuando basamos nuestras relaciones en la reciprocidad, nuestra referencia no es Jesús. Para el Evangelio amamos verdaderamente cuando corremos riesgos, cuando desperdiciamos las palabras, cuando no hacemos cálculos, cuando incluso estamos dispuestos a perder. De lo contrario, habremos acertado, pero no habremos amado.
Intentemos, pues, tomar conciencia de nuestra forma de comunicarnos y entenderemos más profundamente nuestra forma de amar.
"La lengua puede dar vida y muerte; según como la uses, así serán sus frutos".