Era un hombre como cualquiera. Tenía negocios, por cierto, no muy honorables, se daba vida de lujos, disfrutaba de placeres y tenía toda clase de comodidades. Pero, como ocurre con miles de personas, sentía que algo le faltaba, aunque no sabía, a ciencia cierta, qué era.
Un día se enteró de que llegaba a su ciudad, Jericó, un gran personaje, de esos que casi no se dan en el mundo. Carismático, un gran orador, incluso, hacía milagros: hacía ver a los ciegos, oír a los sordos, caminar a los cojos, y por increíble que parezca, ¡resucitaba muertos! Por supuesto, la curiosidad del hombre se despertó de inmediato.
El hombre en cuestión era de baja estatura, así es que, cuando el gran personaje se iba acercando hasta donde él estaba, supo que no lo alcanzaría a ver si no hacía algo pronto, porque había mucha gente. De inmediato, subió a un árbol, y seguramente pensó que desde ese lugar privilegiado, podría ver a su antojo a la celebridad.
Una llamada que impacta
Qué emoción sintió seguramente el hombrecito. Por eso, su alegría no tuvo límite cuando Jesús se dio cuenta de que estaba trepado en el sicomoro y, llamándolo por su nombre (¡sí, qué sensación más increíble!), le dijo: "Zaqueo, baja pronto, que hoy tengo que hospedarme en tu casa". La gente murmuró, como siempre, pues se trataba de un pecador. Por eso, él, resueltamente, habló de este modo:
«Señor, voy a dar la mitad de mis bienes a los pobres, y si he perjudicado a alguien, le daré cuatro veces más».
Y Jesús le dijo: «Hoy ha llegado la salvación a esta casa, ya que también este hombres es un hijo de Abraham, porque el Hijo del hombre vino a buscar y a salvar lo que estaba perdido» (Lc 19, 1-10).
Todos somos como Zaqueo
Este bello y conmovedor pasaje nos debe recordar que para Jesús somos muy importantes. Él nos ama y viene a buscarnos sin importar que seamos pecadores empedernidos, pues su amor no se acaba; sin embargo, debemos ser como Zaqueo: quizá por curiosidad deseemos ver al Señor, pero Él nos sorprende con su intensa mirada y nos dice directamente que quiere hospedarse con nosotros.
Alegrémonos y bajemos del árbol de la indiferencia, del egoísmo y de la soberbia y transformemos nuestra vida por saber que somos amados por el Señor Jesús. Creamos profundamente en esta verdad y dejemos que Él se quede con nosotros para siempre.