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Florenzo Rigoni o Flor María, como lo bautizaron al llegar a México en 1985, ha recorrido el mundo trabajando en favor de los migrantes. Actualmente dirige las obras sociales de la Corporación Scalabrini en Colombia.
El carisma de su comunidad –fundada por el hoy santo Juan Bautista Scalabrini– son precisamente los migrantes y a ellos el padre Flor ha dedicado los 53 años de sacerdocio, en Europa, Asia y América.
Aleteia conversó con él en Villa del Rosario, frontera entre Colombia y Venezuela, donde tienen un centro de acogida.
– Cuéntenos de su familia, de sus orígenes…
Nací en medio de la guerra, en Premia, frontera entre Italia y Suiza. Mi nacimiento no fue fácil, mi madre estaba muriéndose y me sacaron con fórceps, aún tengo las señales. Aunque no tenía esperanzas, a las tres horas de nacido di un bajido y el médico dijo ‘aún vive este sapito’ y aquí estoy.
Ya en mi labor de misionero, durante mis años en África, estuve en coma por malaria cerebral y me desahuciaron, me dieron dos horas de vida… pero aquí estoy. Esto confirmó mi dimensión misionera, supe que por algo Dios me había enviado. Recientemente sufrí un ictus que, según dicen, fue leve. También tuve covid asintomático… y aquí estoy.
Siempre sonriente, el padre Flor se expresa con la sabiduría que da el gran conocimiento de los seres humanos y de la misericordia divina. Él mismo se considera migrante, pero migrante voluntario. A diferencia de los que durante décadas ha ayudado, «ellos están condenados a la migración».
«Tuve dos hermanas: una murió muy chiquita, a los seis meses, pensaron que enfermó de influenza pero no supieron que era gastroenteritis y murió deshidratada. Mi otra hermana vive en Bérgamo, donde se había establecido la familia, aunque papá siguió moviéndose por su trabajo con una gran empresa. Él era trailero, mecánico de Caterpillar», agregó.
– ¿Es cierto que a los diez años entró al seminario?
¡Sí, a los diez años! Pasó algo muy curioso que yo leo como signo de salvación y de vocación. Regresando de las vacaciones, que era el único tiempo que estábamos con papá porque él trabajaba por fuera, me encontré con un sacerdote que era sobreviviente de la guerra. Llegó a mi pueblo cómo vicario, ya anciano, fue un hombre que dejó huella. Después llegó un misionero de mi congregación y ahí nos apuntamos cuatro muchachos, de los cuales tres somos sacerdotes, uno es obispo en Brasil.
El problema fue mi mamá que me detuvo por un año y al año siguiente quería detenerme otra vez. Nos tocó ir al teléfono público a consultar a mi papá, que estaba construyendo una gran represa entre Suiza y Francia. Después de hora y media nos dieron comunicación y pude decirle que quería entrar al seminario.
Él quedó impactado, pensó y me dijo: «Mira, yo no sé hasta qué punto te des cuenta de lo que quiere hacer… Vete, yo también fui misionero y he estado en África trabajando… ¿Quieres ir? Te vas. ¿Quieres regresar? Regresas, la puerta queda abierta».
Hasta hoy me pregunto cómo fue posible a los 10 años decir yo me voy. Mamá no estaba en contra del sacerdocio, pero me quería diocesano para poderme seguir de cerca y eso era la última cosa que yo quería.
– ¿Por qué quería ser misionero?
Por dos fotos que dejó este sacerdote que te cuento: una de un misionero a caballo en Brasil y otra, de misionero en una moto en las minas de Bélgica. Claro, esas cosas no llegaron enseguida. Inicialmente estuve a cien kilómetros de mi ciudad y la primera gran salida fue como encargado del puerto de Génova, el más grande del Mediterráneo.
Yo pedí al Ministerio de la Marina que hiciera una excepción porque el pasaporte de marinero lo daban hasta los 23 años, y yo tenía 25. Así me embarqué como ayudante electricista (había estudiado teoría eléctrica). Íbamos hasta Japón y nos tocó la guerra de Yom Kippur, tuvimos que dar la vuelta por África porque no podíamos pasar por el Canal de Suez. Tuvimos 35 días de pura agua y un total de ocho meses embarcados.
Esa fue una experiencia única: yo siempre digo que los jesuitas me enseñaron Teología y Filosofía y el mar me enseñó toda la espiritualidad que tengo hoy. El mar es la cuna donde puedes rozar la inmensidad de Dios. En mar adentro, donde la tierra desaparece del horizonte, ves un cielo que nunca más verás, un cielo que habla, aquel temblorcito de las estrellas se vuelve diálogo. El mar te contacta con toda la humanidad.
Desde entonces, el padre Flor María no ha parado de viajar. Estuvo embarcado tres años y el último largo viaje fue saliendo de Italia por toda la costa del Pacífico hasta el último puerto de Chile, para cargar cobre.
– ¿Qué pasó al terminar la vida de marinero?
Estuve diez años en Alemania. Una experiencia muy profunda en la que descubrí el otro alemán, no el alemán de los nazis, sino al alemán industrial, social, civil. Un país donde el servidor público verdaderamente es alguien que está esperando para servirte.
La mayor parte la he pasado con los migrantes del continente americano. Llevo 39 años aquí, llegué inicialmente México en la frontera con Estados Unidos, estuve en California, Tijuana, Ciudad Juárez, en la frontera de México y Guatemala.
El migrante mexicano me enseñó a reinventar mañana tras mañana los motivos de mi canto y de mi esperanza. Yo venía de Alemania donde todo estaba previsto y me sobraba dinero, y llegué a una zona donde tantos migrantes pierden la vida, la familia, la esperanza.
El padre Flor dejó en México varias obras que aún permanecen y por su extraordinaria labor recibió en 2020 el Premio Nacional de los Derechos Humanos de parte del Presidente de México y fue incluido en los 150 personajes que han dejado huella en ese país.
– ¿Cuándo llegó a Colombia?
El primero de marzo del 2020 y me encerró la pandemia. Estaba destinado a Indonesia, pero a último momento mis superiores me cambiaron el rumbo. La primera impresión fue muy rara porque me tocó vivir un tipo de cárcel, o por lo menos, de control, que no habíamos previsto.
Si bien los migrantes son nuestro carisma, y trabajamos con movilidad forzada y refugiados, aquí en Colombia tenemos otra cara que es la más difícil después de la trata: los desplazados. Es un verdadero drama.
Para ellos trabajamos los scalabrinis a través de tres centros Ciami: uno en Cúcuta, uno en Villa del Rosario y el de Bogotá, precisamente en el barrio de la prostitución oficializada.
Hace 45 años llegamos a este país y trabajamos con migrantes bajo el modelo de 3 pilares: acogimiento, formación y territorio. Damos alojamiento para personas de cualquier religión o de cualquier color. Les ofrecemos formación en oficios que les den trabajo inmediato o fácil y en las que no necesiten invetir mucho; inclusive les damos los insumos indispensables para que puedan empezar desde su casa o su choza.
El tercer punto es el territorio, el lugar donde el migrante puede asentarse y construir juntos un mañana común. Y con el territorio, la territorialidad, porque ahí hay escuela para mis hijos, trabajo para mí y una realidad donde yo puedo aportar y por eso me preparo.
– ¿Se ha sentido cansado?
Cansado, sí, y decepcionado, sobre todo cuando no hay agradecimiento. Hay poblaciones que, por lo general, no te agradece mucho. ¡Si supieran cuántas noches trasnochamos para ver cómo pagamos los gastos!
Igualmente seguimos trabajando con el mismo compromiso. Los scalabrinos no hacemos ninguna distinción de religión, sexo, color o de ideología política, lo que nos importa es la persona y añadimos el Evangelio.
Yo seguiré hasta que Dios me dé fuerzas y luego, cualquier playa me cae bien. Espero no ser de peso a nadie. Y, como dice san Pablo, como misionero de corazón, no sé si me conviene quedarme con ustedes o ya decirles adiós e irme con Dios.