Siempre hay otra orilla por descubrir. Por eso Jesús impulsó a sus discípulos a pasar a la otra orilla cuando pensaban que le habían alcanzado: "Enseguida Jesús hizo que los discípulos subieran a la barca y fueran delante de Él a la otra orilla, mientras Él despedía a la multitud" (Mt 14, 22).
En nuestra vida siempre queremos llegar. Pero a menudo no es así, por fortuna y para salvación nuestra.
Llegar supone que nos detengamos, que reduzcamos la realidad a nuestras categorías… ¿cómo podríamos pretender haber llegado a Aquel cuyo ser no tiene límites? Por ello, Jesús impulsó a sus discípulos a pasar a la otra orilla cuando pensaban que lo habían alcanzado.
La primera orilla
En la primera orilla se había realizado el milagro de la multiplicación de los panes. Pero este milagro había provocado malos entendidos. La multitud había satisfecho su hambre, pero sus deseos no habían sido cuestionados. A veces, no solo nos empuja la necesidad de pan, sino que, otras avideces insaciables nos agitan.
Por eso Jesús no crea dependencias ni se hace dependiente; es el Señor, sí, pero más allá de nuestras categorías. Qué fácil sería tenerlo a nuestro alcance, disponible para cuando lo necesitáramos… cambiarían nuestras necesidades y entonces también cambiaríamos de rey.
La otra orilla
El Evangelio continúa diciéndonos: "Después de despedir a la multitud, subió al monte a solas para orar; y al anochecer, estaba allí solo. Pero la barca ya estaba muy lejos de tierra, y era azotada por las olas, porque el viento era contrario” (Mt 14, 23-24).
Jesús dejó solos a sus discípulos para que atravesaran el lago. Fue su primera noche oscura. Es allí en medio de la oscuridad, en plena tempestad, donde viven la angustia de sus temores y la frustración de sus expectativas. A tientas hacen su primera travesía hacia otra orilla, y en medio de todo, arriban. Esto les capacitará para no escandalizarse, más adelante, cuando Jesús se ofrezca a sí mismo como carne (Jn 6, 32-58).
Ante esta afirmación la gente se alborotará porque no ha dado el paso de reconocer la propia voracidad y abrirse al verdadero Dios. Siguen buscando a Jesús para que les sacie con cosas, mientras que Él solo puede darse a sí mismo. Jesús no sacia nuestra hambre, sino que ordena nuestros deseos: de la auto posesión nos hace pasar a recibirnos de Otro y a entregarnos a los otros: «A mí me ha enviado el Padre, que vive, y yo vivo gracias al Padre; del mismo modo, quien me come vivirá gracias a mí» (Jn 6,57).
La ansiedad que nos provoca la necesidad se mueve hacia la receptividad, lo cual se convierte en capacidad de donación del propio yo. El verdadero vivir no es estar pendiente del propio pan, sino de recibirlo para entrar en la vida de Dios.
Es por ello que el verdadero Cristo interior pertenece al orden del ser, no del poseer. Este giro nos deja a la intemperie, pero solo así podemos ir al encuentro de un Dios que no sea invención nuestra sino irrupción de Sí mismo. Hay que dejar la orilla de la avidez para alcanzar la orilla de la donación.
La noche en el lago es el vacío que se abre entre lo construido por nosotros y lo que está por mostrarse más allá de nuestros minúsculos proyectos.