Los transeúntes de la calle Oudinot de París deben mirar hacia arriba, al número 20, y verán una placa con el nombre de Pierre de Coubertin. Aquí nació, el 1 de enero de 1863, el fundador del movimiento olímpico. Este francés, antiguo alumno de los jesuitas, quería hacer del deporte una escuela de superación, respeto y fraternidad. En el Vaticano encontró un aliado inestimable para lanzar los Juegos Olímpicos.
Pierre de Coubertin era hijo de una pareja de devotos católicos. Su padre, Charles, era un conocido pintor de arte sacro neoclásico. Uno de sus cuadros está expuesto en la capilla de las Misiones Extranjeras de París, rue du Bac. Representa la partida en misión de jóvenes dispuestos a dejarlo todo para seguir a Cristo, arriesgando sus vidas en el proceso. Entre las figuras de la escena, un guapo niño de 5 años dirige su mirada hacia el espectador, invitándole a entrar en el cuadro: es Pedro.
Superar la derrota de 1870
Pero la derrota francesa de 1870 dejó una profunda herida en el pequeño. La casa familiar donde estaba de vacaciones, en Seine-et-Marne, fue devastada por una columna de soldados prusianos. Las calles de París fueron ocupadas, y la caída del Segundo Imperio y la Comuna enterraron definitivamente el apacible escenario en el que había jugado. Tuvo que reinventar el mundo para hacerlo de nuevo habitable. El descubrimiento de la mitología y de la cultura griega antigua sería la fuente inagotable de sus sueños de adolescente.
Influido por los jesuitas, Pierre pensó durante un tiempo en tomar las órdenes sagradas, pero luego su deseo de servir al bien común le llevó a presentarse a las oposiciones de Saint-Cyr. Pero su ambición por el mundo le alcanzó. Tras estudiar en la Escuela Libre de Ciencias Políticas, se preocupó por la cuestión social: en una Francia debilitada por Sedán y sacudida por la desaparición de sus antiguas estructuras desde la Revolución, ¿cómo redefinir la unidad nacional, crear élites dinámicas e integrar a las clases trabajadoras de la sociedad en la modernidad económica? Más ampliamente, ¿cómo crear las condiciones de una paz duradera entre los Estados?
El deporte como medio de superación
A finales de la década de 1880, las puertas de la función pública estaban cerradas para el hijo de una familia monárquica. Pero una mente inteligente y culta puede abordar los problemas sociales mediante la observación pragmática. En Inglaterra, Pierre encontró la respuesta a sus preguntas: el deporte, practicado en las universidades inglesas con espíritu de seriedad, superación y cortesía, era el motor de la creación de una élite al servicio de un país. Quería importar esta idea a Francia y apoyar su desarrollo a través de iniciativas privadas. Era el principio de una empresa de gran envergadura.
Como reacción a la debacle de 1870, los católicos sociales se movilizaron para construir una basílica en honor del Sagrado Corazón en la colina de Montmartre, con el fin de enmendar los errores cometidos por Francia desde la Revolución. Pierre, por su parte, nunca dejó de intentar convertir a políticos, educadores y financieros a su visión del deporte, basada en las metódicas monografías que había elaborado en Inglaterra.
Para que la idea cuajara, adoptó las ideas del siglo. A pesar de las encíclicas de León XIII sobre los errores de la modernidad, a partir de 1888 Pierre se pasó al liberalismo. Su catolicismo es ahora meramente «sociológico». Para actuar, se apoya en sus contactos, su fortuna personal y la de Marie Rothan, la joven con la que se casó en 1895, hija de un diplomático protestante alsaciano durante el Imperio.
Educar a través del deporte
De los congresos a los comités, de los salones a los banquetes, la idea de educar a través del deporte fue ganando terreno. Su programa deportivo se difundió en las escuelas privadas, donde Pierre de Coubertin se asoció con el sacerdote dominico Henri Didon. En 1894, durante un simposio en la Sorbona, lanzó el audaz proyecto de restaurar los Juegos Olímpicos griegos, con una visión renovada que glorificaba el deporte como fuerza creadora de energía vital y como soporte diplomático de la paz internacional. Los primeros Juegos Olímpicos se celebraron en Atenas en 1896. El Padre Didon dio a Pierre de Coubertin el lema de su futuro movimiento olímpico: «Citius, altius, fortius».
Conoció a Pío X en 1905. El Papa alentó el olimpismo, que veía como un vehículo de los valores cristianos: superarse a sí mismo, integrar las reglas y respetar al adversario. Más tarde, los entusiastas versos de la laureada Oda al deporte de Pierre de Coubertin, escrita para la prueba artística de los Juegos Olímpicos de Estocolmo en 1912, podrían haberle parecido al Pontífice demasiado helenísticos para ser católicos…
El precio de la gloria
Si el proyecto del francés se convertía en el creador de un movimiento deportivo y cultural anclado en un calendario internacional, el precio de la gloria sería alto. A lo largo de su vida, Pierre de Coubertin fue objeto de ataques y mezquindades por parte de quienes apoyaban su obra pero querían aprovecharse de ella. Incluso se vio obligado a dimitir como Presidente del COI en 1925.
Cuando murió en 1937, lejos de París, era un hombre totalmente arruinado que se desplomó en el parque de La Grange, en Ginebra, víctima de un infarto. La vida no le había perdonado: su hijo, nacido en 1896, sufrió un derrame cerebral poco después de nacer que le dejó inválido para siempre; su hija, nacida en 1901, era esquizofrénica. Ambos murieron sin descendencia. Pierre de Coubertin se separó de su esposa en 1934, que nunca se recuperó de la discapacidad de su hijo.
«Dios escribe recto aunque la letra esté torcida», dice el Talmud, y la obra social de Pierre de Coubertin sigue viva. Los cristianos pueden rezar por su memoria y rendirle homenaje. La bandera de los cinco anillos sigue siendo portadora de un mensaje de paz y vitalidad. La Iglesia abraza su legado para que el deporte, en palabras del Papa Francisco, siga «construyendo puentes, derribando barreras y fomentando relaciones pacíficas».