Todos tenemos un ángel de la guarda que nos apoya, nos defiende, nos acompaña diariamente y facilita nuestro camino hacia el Cielo. Sin embargo, este recorrido a veces está sembrado de adversidades durante las que es posible que nos sintamos abandonados por nuestro ángel de la guarda. ¿Es así o se trata solamente de una impresión? Y ¿podemos estar molestos con nuestro ángel de la guarda por las dificultades pasadas?
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Todo lo que afecta a tu vida le interesa a tu ángel de la guarda. Sobre todo tu alma espiritual y tu destino eterno. Por eso, el ángel de la guarda, “experto” en adoración, nos ayuda especialmente en nuestros momentos de oración.
Se interesa también por nuestra salud psicológica y física, cuida de nuestra existencia hasta en los más pequeños detalles de la vida cotidiana: una inspiración para lograr nuestro deber de estado… ¡o la plaza de aparcamiento que necesitamos!
“Yo voy a enviar un ángel delante de ti, para que te proteja en el camino y te conduzca hasta el lugar que te he preparado. Respétalo y escucha su voz. No te rebeles contra él (…). Mi ángel irá delante de ti” (Ex 23,20-23).
La primera misión del ángel de la guarda es conducirnos a “buen puerto”, al encuentro con el Dios viviente. Él es el “ministro de la solicitud divina para cada uno y cada una” (Benedicto XVI), tanto espiritual como materialmente.
Partiendo de aquí, ¿cómo conciliar esta comprensión del papel del ángel de la guarda con los apuros e incluso las tragedias de la vida?
Vemos, por ejemplo, que un ángel libró a los Apóstoles de la prisión (He 5,19), también en el caso de Pedro (He 12,7-11). Sin embargo, estos ángeles no impidieron el martirio ni de unos ni de otros, llegado el momento.
Él no evita el sufrimiento que ayuda a crecer
El ángel ve y pretende ante todo la finalidad, nuestra vocación última, nuestra santidad.
En este sentido, nuestro ángel de la guarda participa activamente en el combate espiritual “contra los Principados y Potestades, contra los Soberanos de este mundo de tinieblas, contra los espíritus del mal que habitan en el espacio” (Ef 6,12).
Sin embargo, el santo Padre Pío fue abandonado por su ángel de la guarda en el momento de un terrible combate contra el Maligno:
“Le reproché severamente por haberme hecho esperar durante tanto tiempo aunque no hubiera cesado, en ningún momento, de llamarlo en mi socorro. Para castigarlo decidí no mirarlo a la cara, quería irme, escaparme de él. Pero él, el pobre, se me acercó casi llorando. Me agarró y me miró hasta que levanté los ojos, lo miré a la cara y me di cuenta de que estaba muy arrepentido”.
Y el ángel le explicó a Padre Pío que había recibido instrucciones del Señor para actuar así, y le tranquilizó diciéndole:
“Estoy siempre cerca de ti, mi querido protegido… El afecto que siento por ti no se apagará ni siquiera cuando tú mueras”.
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A la luz de esta finalidad –la vida eterna–, hay que prestar atención a las contrariedades desconcertantes y las adversidades dolorosas de la existencia. Con este fin, el ángel a veces puede actuar “con firmeza”.
El ángel custodio de santa Francisca Romana le dio una enérgica bofetada cuando, durante una comida social, estaba hablando mal de una persona. ¡Todo el mundo escuchó el golpe de la mano y vio la marca roja sobre la mejilla de Francisca!
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Así que nuestro ángel no va a evitarnos ciertos sufrimientos de crecimiento espiritual. Sin embargo, rezará por nosotros y nos acompañará en pleno combate.
Pensemos en san Ignacio de Loyola, que se rompió una pierna en el asedio de Pamplona, o san Juan de la Cruz, que pasó un tiempo en la cárcel acusado por sus propios hermanos carmelitas.
Podríamos indignarnos por que sus ángeles no impidieran esas adversidades. Sin embargo, a través de estos sucesos su vida quedó transformada. “En su sabiduría”, dice san Agustín, “Dios prefiere sacar bien del mal, mejor que no permitir ningún mal”.
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