Unos días atrás fuimos a Ikea para hacer unas compras y, con gran alegría, comprobamos que la zona de juegos de los pequeños estaba operativa. Esto provocó una oleada de reacciones:
-¡Qué pena, yo ya no puedo ir!
-¡Yo nunca fui, y ahora supero la línea que marca el límite de estatura para poder entrar!
-¡Ohhh, cuántos recuerdos!
Y pregunté a Álvaro, el eleven, y a Paz, la twelve, si querían jugar un rato mientras hacíamos los recados. Sus hermanos mayores acompañaron mi pregunta con un: “¡Claro, sí, mola un montón!”.
Ellos, como hacen siempre, se miraron unos segundos, y Álvaro dijo seriamente:
“Entramos sólo si mamá se queda mirándonos”.
A lo que repliqué:
-“Cariño, he venido a hacer unas compras…”.
Su respuesta fue inmediata y clara:
-“Que compren ellos, y tú, mientras, nos miras”.
El superpoder
Me enterneció y sonreí pensando en el poco tiempo que le quedaba a mi mirada de poseer ese superpoder, el superpoder de dar seguridad, paz, de ahuyentar el miedo y la soledad… ¡Ojalá lo tuviese toda la vida! Porque notar que unos ojos te miran, te cuidan y velan por ti, lo cambia todo. Lo confías todo a esos ojos, y jamás llegas a la desesperación.
Subí las escaleras de la tienda con el eleven en la mano derecha y la twelve en la izquierda, mientras recordaba en silencio una canción de Hakuna que dice así:
Esa otra mirada
¡Cómo cambiaría nuestra vida, nuestra ilusión, cómo nos alejaríamos de la desesperación, si cada día recordásemos, aunque sólo fuera durante un segundo, cómo nos está mirando, quién nos está mirando, con cuánto amor…! Una mirada más cercana, más perfecta, que la miope mirada de una madre detrás de los cristales de la sala de juegos de Ikea. Una mirada que no te abandona cuando soportas una humillación, cuando estás tumbado en la camilla de un hospital o sintiendo un dolor desgarrador.
Deberíamos conservar un poco de ese polvo de hada (aunque sólo fueran unas pequeñas partículas), ése que nos sacudimos cuando abandonamos Nunca Jamás, para mantener la confianza y lograr que, ese vivir sin miedo de la infancia, nunca se perdiese del todo.
Que Campanilla dejase en el alma de cada niño algo eterno que nos acompañara hasta que volásemos a la casa del Padre, que no puede estar muy lejos de la segunda estrella a la derecha, todo recto hasta el amanecer.
Un polvo de hada, podemos llamarle fe, que nos haga brillar y tener presente esa infancia espiritual. La infancia espiritual que nos lleva a confiar, a creer en Él, en la amorosa mirada de su madre, la Virgen, y en las alas que escogió para velar por cada uno de nosotros. Las alas de unas criaturas altísimas pero que, a pesar de ello, pueden estar con nosotros dentro de la zona de juegos de Ikea: nuestros ángeles custodios.
No sé muy bien cuánto tiempo me queda de mirada con superpoderes, lo que sí sé es que ya escucho el tic-tac de la cuenta atrás como si fuese el Capitán Garfio escuchando al cocodrilo.
Pero, en este tiempo que me quede, quiero espolvorearles con todo el polvo de hada que sea posible, para que confíen, para que se apoyen, para que se sientan acompañados el resto de sus vidas por esos ojos. Unos ojos más perfectos, más efectivos y más resolutivos que los míos.
Que no tengan miedo a nada ni a nadie, y que repitan con toda confianza: “Si Dios está conmigo, ¿quién contra mí?”. Perdiendo todo miedo, también el miedo a estar solos en la zona de juegos de Ikea. Why not?