Cuando el 12 de octubre de 1492 Cristóbal Colón pisaba por primera vez las imponentes tierras americanas, se iniciaba un nuevo capítulo en la historia de la humanidad.
Dos mundos se encontraban, definiendo así una sociedad rica en intercambios. Apenas medio siglo después, un puñado de mujeres fundaban el que se considera el primer convento femenino en Latinoamérica.
Desde entonces, la presencia de las mujeres religiosas en los distintos virreinatos creció exponencialmente, participando en el proceso de evangelización de la América española. Como afirmó el historiador y teólogo Ángel Martínez Cuesta, "cualquier descripción de la vida religiosa en Iberoamérica que prescindiera de ellas sería incompleta".
Ya en los primeros viajes de Colón está documentada la presencia de algunas mujeres, principalmente esposas de marineros y sus sirvientas.
El hecho de la peligrosidad del viaje y el control por parte de las autoridades de las personas que pedían viajar a Ultramar, hizo que fueran muy pocas las que se aventuraran a embarcarse en aquellas largas travesías.
Estas primeras mujeres asentadas en el Virreinato de Nueva España fueron clave para el mantenimiento de las costumbres españolas que, entremezcladas con las tradiciones de los indígenas diseñaron una nueva sociedad. La religión católica empezó a ser transmitida a través de los primeros misioneros. Pero esas mujeres que habían llegado a América también fueron clave en el proceso de evangelización con su ejemplo de vida piadosa.
Mujeres que iniciaron también un importante proyecto de educación de las niñas indígenas, como fue el caso de Catalina Bustamante.
Fue durante las expediciones de Hernán Cortés que ya encontramos la presencia de los primeros misioneros que ejercían como capellanes castrenses de las tropas. En 1524, un grupo de franciscanos partían rumbo a América con la misión expresa de iniciar la evangelización de sus gentes.
En las primeras décadas del siglo XVI ya se habían empezado a erigir los primeros conventos masculinos en América, siendo el convento de san Francisco, en Santo Domingo, el primero de ellos. En poco tiempo se habían creado escuelas para niños indígenas al amparo de estos centros religiosos. Las niñas empezaron a recibir formación religiosa de la mano de maestras como Catalina Bustamante, que pertenecía a la Orden Terciaria.
La emperatriz Isabel de Portugal, esposa de Carlos V y regente del imperio durante largas temporadas, se dio cuenta de la necesidad de impulsar la creación de conventos femeninos al otro lado del Atlántico.
La emperatriz pidió al franciscano fray Antonio de la Cruz que acudiera a Salamanca en busca de las mujeres adecuadas para una importante misión. Fray Antonio eligió a cuatro beatas del convento de Santa Isabel. Elena Medrano, Paula de Santa Ana, Luisa de San Francisco y Francisca de San Juan Evangelista aceptaron la propuesta de viajar a América, destino al que llegaron en 1530.
Los primeros años se establecieron en un beaterio en el que realizaron tareas relacionadas con la caridad y la educación. Aquel sería el origen del considerado como el primer convento femenino en tierras americanas.
El convento de la Orden de la Inmaculada Concepción se fundó en la ciudad de México a instancias del obispo Juan de Zumárraga en 1540 y con la licencia del Papa Paulo III. En él se consagraron como monjas algunas de las beatas que se habían unido al primer grupo de mujeres salmantinas y otras mujeres que se sintieron atraídas por esa nueva forma de vida en América.
Mujeres procedentes de España, pero también criollas e indígenas, entre las que destacaron Isabel y Catalina Cano Moctezuma, nietas del emperador azteca. Este, como los futuros conventos americanos, tuvieron el apoyo económico de ricos patronos. En su caso fue Tomás Aguirre de Suanzabar y su esposa Isabel Estrada y Alvarado, cuya ayuda fue clave para el desarrollo del convento.
El convento de la Inmaculada Concepción de México se convirtió en un lugar de oración y evangelización. Las religiosas se volcaron en la educación de las niñas, españolas, criollas, indígenas, a las que se les dio lecciones de castellano, latín, matemáticas, música, bordado y catequesis. En pocos años, el centro se había convertido en un importante enclave religioso en el que cada vez había más monjas profesas.
Estas religiosas tuvieron también otra misión más allá de los muros de su convento mexicano. Fue su ejemplo y su modelo el que se implantó en los nuevos conventos que en menos de un siglo empezaron a surgir en el virreinato de Nueva España y en los nuevos territorios hispanos.
La llegada de nuevas órdenes
Al éxito de los nuevos conventos de religiosas concepcionistas se unió la llegada de nuevas órdenes religiosas femeninas. En la década de 1570 se fundaba el Convento de Santa Clara en la capital de Nueva España desde la que se expandieron a otras ciudades como Puebla o Querétano. Religiosas de las órdenes de San Jerónimo, Dominicas, Agustinas, Carmelitas, impulsaron la fundación de un elevado número de centros religiosos femeninos por toda Hispanoamérica.
Un siglo después de la llegada de Cristóbal Colón a tierras americanas, la presencia de religiosas en América era una importante realidad. Mujeres de distintos orígenes, todas tenían cabida tras sus muros. Su labor de educación y evangelización entre las niñas y mujeres de los nuevos virreinatos fue clave para la incorporación del catolicismo en América Latina.
Los conventos femeninos se llenaron de mujeres piadosas que realizaron tareas educativas. También artesanales, culinarias y artísticas. La rápida expansión del monacato femenino en Hispanoamérica demuestra su importancia social y su aceptación por parte de sus habitantes.