Suele conocerse y hablarse más sobre las características y consecuencias de una determinada enfermedad que acerca del cómo se logra una salud que la previene. Lo mismo sucede con el matrimonio.
A propósito de ello, en entrevista con un feliz matrimonio de avanzada edad, me contaban que cuando uno de los dos pedía perdón por sus errores o defectos, el otro simplemente contestaba:
—Mi amor, acuérdate de que nos casamos para amarnos.
Me decían que, con más de cincuenta años de amor conyugal, aun siguen aprendiendo de la promesa hecha y el compromiso adquirido.
Que se sabían comprendidos y valorados, con una sana autoestima que mucho agradecían, mientras rectificaban sus errores sin fingimientos.
El suyo es un amor personal
Un amor que no se acaba a pesar de todo lo que puede pasar.
En la salud y en la enfermedad, en lo próspero y en lo adverso... a través de todas las pruebas que lleguen de afuera, pero también las que producirán nuestros defectos, vicios, y limitaciones.
Un amor que no se confunde con el deseo sexual, con las emociones, afectos, o la forma en que en el presente se valora al otro. Tampoco con las cosas que son de la persona, como su carácter, inteligencia, atributos físicos y más... pues todo eso es pasajero, caduco, temporal, y suelen ser la trampa de la desilusión.
La persona es infinitamente más que todo eso.
Ciertamente los cónyuges son diferentes en cuanto a su humanidad pero, por designios de Dios, en lo que sí son iguales es en la dignidad de ser personas, donde han de fincar su amor. Un amor por el que siempre se puede conocer y amar más, pues el ser de la persona es inagotable, y es lo que constituye la esencia de matrimonio, como único e indisolublemente fiel.
Un amor que no se reduce al tiempo físico y sus circunstancias, sino que prepara para saltar más allá de la vida misma, en el encuentro con el Creador. Es por eso que algunos viudos deciden no volver a casarse, pues el amor a la persona fallecida puede seguir vigente, aun cuando la naturaleza humana ya no participe.
La paradoja del amor
La profunda verdad es que las personas se casan para ser felices, pero solo lo logran en la medida en que se esfuerzan por hacer feliz al otro cónyuge, olvidándose de sí mismas. Lo que es la fórmula de la eterna juventud del amor... pues "siembra amor y cosecharás amor".
Una juventud, por la que ambos cónyuges conocen la forma en que el otro necesita y desea ser amado, para de esa manera ayudarse, y luego afirmar desde lo más íntimo del corazón: “Qué bueno que existas, y eres mi más bella realidad”.
Una realidad a la que han contribuido y por la que sus corazones se encuentran satisfechos.
Un amor así empieza siendo gratuito antes del matrimonio pero, por el compromiso adquirido, se convierte en un deber de justicia, en ese: "me casé para amarte" que habrá de realizarse arduamente durante toda la vida matrimonial, poniendo todo el corazón y toda la voluntad.
Los esposos deben aprender a comunicarse con toda delicadeza y afecto, queriendo siempre el bien del otro, camino seguro por el que el mutuo amor y su calidad irán siempre en aumento.
Con un amor de persona a persona.
Por Orfa Astorga de Lira
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