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El cristiano es aquel que profesa su fe en Jesucristo. Esta definición nos parece tan obvia que muchas veces no nos tomamos la molestia de detenernos en ella. Pero ¿qué significa realmente para nosotros? Con San Pedro, en el Evangelio de San Mateo (Mt 16, 13-18), tratemos de dar sentido a este nombre cristiano y cuestionemos nuestra fe.
Reconocer a Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre
"¿Quién dicen que soy? Tú eres Cristo, el hijo del Dios vivo" (Mt 16,15-16). San Pedro, inspirado por el Espíritu Santo, reconoce a Jesús como hijo de Dios. Quizás deberíamos intentar ponernos en el lugar de los apóstoles para comprender mejor la importancia de la pregunta de Cristo y la respuesta que da San Pedro.
Probablemente los apóstoles estaban cautivados por el Maestro pero aún les costaba comprender con quién estaban tratando realmente. Hacía poco que habían dejado atrás su vida laboral, acorde con la de su época. Lo habían dejado todo para seguir a Jesús.
Un hombre. Un hombre de carne y hueso, aunque también se revela maestro, profeta, hacedor de milagros, amigo... Pero, ¿Hijo de Dios? Esto es mucho más difícil de concebir. En última instancia, enfrentamos el mismo desafío en nuestra vida como cristianos: el de reconocer a Cristo. ¿Somos más rápidos para creer que los apóstoles? Muy pocos de nosotros somos capaces de afirmar, con tanta confianza como Pedro, que el hijo de Dios se hizo hombre, que vino a habitar entre nosotros y que es nuestro Salvador.
Jesús ha estado preparando a los apóstoles desde su encuentro. En cuanto a nosotros, puede que hayamos ido al catecismo cuando éramos más jóvenes, vamos a misa los domingos, nos declaramos cristianos y, sin embargo, la Verdad es tan difícil de comprender que, como a los apóstoles, nos lleva mucho tiempo llegar a entenderla. De hecho, la mayoría de ellos esperaron hasta la resurrección del Señor para comprender plenamente quién era aquel con el que se habían codeado, al que habían servido y al que habían amado.
Elegir definirse como cristiano
Como cristianos, nos definimos por el nombre de Cristo. No es una cuestión menor. Implica una elección por nuestra parte, o en todo caso un sentimiento de pertenencia, de reconocimiento. Entonces, como cristianos, ¿cómo respondemos a la pregunta de Jesús: "¿Quién soy yo para ti?"
Es a Jesús, personalmente, a quien debemos una respuesta porque es a cada uno de nosotros individualmente a quien se plantea esta pregunta. ¿Definimos nuestra relación con Cristo como algo tan importante que nos da nuestro nombre? ¿Qué nos convierte en lo que realmente somos? Hagámonos realmente esta pregunta, porque de esta sencilla y directa cuestión se derivan multitud de otras que condicionan nuestro modo de vida.
Significa hacernos preguntas sobre nuestra naturaleza más profunda, sobre la forma en que enfocamos nuestras vidas, sobre el sentido que queremos dar a nuestras vidas, sobre nuestra vida interior y lo que la impulsa. Sobre lo esencial. ¿Quién soy yo? ¿En términos de qué, o más bien ,de quién quiero definirme? ¿Quién creo que soy? Aunque la respuesta sea a veces vaga, titubeante o incluso desesperada: "No lo sé", o "Ya no lo sé", o "¡Ayúdame Señor!" Quizá lo importante sea que esta pregunta siempre resuene en nuestro interior.
Sacudir la fe
En teoría, nuestra fe nos permite responder a esta pregunta como San Pedro. Pero al igual que los apóstoles, aquellos que lo dejaron todo para seguir a Jesús, en nuestro corazón habrá regularmente vacilaciones, dudas, miedo, pero también certeza. ¿Cuántas veces se lo preguntaron estos hombres que estaban cerca de Él? ¿Cada día? ¿Cada vez que el camino era difícil o que sus vidas corrían peligro? ¿Cada vez que el Maestro hablaba y encendía el fuego en sus corazones? ¿Cada vez que se inclinaba sobre la viuda, el enfermo o el pecador? ¿Cada vez que su mirada se cruzaba con la suya? ¿La respuesta era siempre la misma? Seguro que no.
Nuestra fe, como la de los apóstoles, debe estar en movimiento: debe alimentarse y enriquecerse, pero también cuestionarse, desafiarse y confrontarse. Por eso, la respuesta nunca se afirma de una vez por todas. Nuestra fe nunca se da por supuesta. San Pedro reconoció al Salvador y, sin embargo, cayó varias veces.
Como él, tendremos momentos de fe profunda y de verdadera comunión con el Señor. Como él, dudaremos, nos equivocaremos, caeremos, negaremos. Y Él nos levantará. Recordemos con confianza la gran misión que Jesús confió a Pedro. "Dichoso tú, Pedro, porque no te lo ha revelado la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos" (Mt 16,17).
Deseando el espíritu de la verdad
La exclamación de Pedro, en respuesta a la pregunta de Jesús, casi parece sobrecogerle, tan repentina y espontánea fue. Fue permitida porque su corazón vio la verdad, desvelada en el espacio de un instante. Reconoce a Cristo porque, al estar con él, ha aprendido a ponerse a disposición de la inspiración del Espíritu Santo.
La fe se recibe. Es un don gratuito de Dios, ofrecido por el bautismo y a todo corazón que lo busque de verdad. El Espíritu sopla donde quiere, pero para recibirlo hay que tener un corazón dispuesto, un corazón que busca, que desea.
Un testimonio alegre
Nosotros que confesamos a Cristo -es decir, que afirmamos ser Cristo y sabemos reconocerlo- podemos ser sus testigos. No solo basta reconocerlo para que seamos capaces de hacerlo, sino que encontraremos en ello una alegría aún más profunda. Porque dar testimonio nos hace discípulos suyos. El testimonio nos une profundamente a Él. En efecto, cuando nos convertimos en sus testigos, hacemos nuestra su Palabra, hacemos nuestra su misión. Le acogemos y le dejamos vivir en nosotros. Entonces somos capaces de reclamar a Cristo como nuestro y llevar su nombre a quienes nos rodean.
Pensemos en Felipe, que dice a Natanael que ha encontrado al Mesías esperado. Frente a su escepticismo, Natanael le conduce a Cristo. "Venid y veréis" (Jn 1,46). Basta un testigo para que se produzca el encuentro con Jesús. Natanael es llevado a su presencia, le reconoce a su vez y se convierte en uno de sus apóstoles. Es el encuentro personal con el Señor lo que conduce a la conversión del corazón. De hecho, Dios nos lo ofrece constantemente, pero para que se produzca es absolutamente necesario el deseo del hombre. Es el encuentro de dos voluntades que se buscan por amor: el feliz reencuentro de un alma desterrada y su creador, tan bien transcrito en el Cantar de los Cantares.
Aceptar su lugar en la Iglesia
"Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia" (Mt 16,18). En la primera lectura de este versículo, Jesús confía su Iglesia naciente a Pedro y, por extensión, a todos sus sucesores. Pero también puede leerse como un discurso dirigido a todos los que reconocen a Cristo, es decir, a todos los cristianos. Amando a Cristo, tratando de vivir a su imitación, viviendo plenamente nuestra fe, ocupamos nuestro lugar entre las piedras que construyen la Iglesia. Una pequeña parte de un todo cuyo imán es Cristo. Por modesta e imperfecta que sea nuestra piedra, contribuye a la construcción del conjunto, lo equilibra, lo consolida, lo unifica.
La promesa de la vida eterna procede de la libre elección que hacemos de ocupar este lugar, a la que también se espera que contribuyamos. "Y el poder de la muerte no prevalecerá contra ella" (Mt 16,18). Esta vida se ve menos como una recompensa para quienes lo han hecho todo bien, y más como una culminación. En efecto, cuando se saborea el amor infinito del Señor, cuando se entra en relación con Él, surge un deseo imperioso de seguir sus huellas -sin tener, no obstante, el cuadro completo, como los apóstoles y Pedro que, hasta la Resurrección, tienen a veces momentos de gracia y de verdad, pero que a menudo flaquean un poco en el fondo. Sin embargo, la fuerza del vínculo que les une a Cristo les impulsa constantemente a entrar en comunión con Él en su plan de salvación para ellos y para el mundo.
Participar en la construcción del Reino
Esto es también lo que significa ser cristiano: seguir sus pasos, poner de nuestra parte, aceptar el misterio. Aceptar que no lo entendemos todo sobre los planes de Dios. Dejarnos desbordar, pero seguir el camino con confianza y valentía tras las huellas de aquel que vino a hacernos sus hermanos y a elevarnos con él hacia Dios. Victorioso sobre la Muerte, conduce a su Iglesia a la Vida. La Iglesia de Cristo pertenece al Cielo. Se construye piedra a piedra aquí en la tierra, pero el conjunto, guiado por Jesús, ya es santo.
En nuestro lugar, por humilde que sea, podemos decir que participamos en la construcción del Reino de Dios. Nuestro Cielo podría ser, por tanto, la medida del abandono con el que nos dejamos modelar por Aquel que siempre nos ha preparado un lugar allí.