"Que mi oración se eleve ante ti como incienso", dice el magnífico salmo 141 recitado en Vísperas. ¿Qué mejor manera de expresar el hecho de que la oración es ante todo una ofrenda interior, un impulso del alma, un movimiento invisible pero real, materializado por el tiempo y el espacio concedidos a Dios?
Por eso, la oración es, la mayoría de las veces, un tiempo de silencio, propicio a la intimidad y a la interioridad. Cristo mismo lo dijo en su Sermón de la Montaña:
"Cuando ores, retírate a tu habitación más apartada, cierra la puerta y ora a tu Padre que está presente en lo secreto; tu Padre que ve en lo secreto te recompensará". (Mt 6,6).
Así pues, al Creador no le interesan tanto las manifestaciones externas como el deseo profundo del corazón.
Evitar un diálogo unidireccional
El silencio del alma en la oración es también una forma de evitar un diálogo unidireccional. Dado que Dios es invisible, existe un gran riesgo de hablarle sin dar cabida a su alteridad.
Una solución a esta preocupación puede encontrarse en la oración de adoración, que hace real la presencia del Otro, o en la lectura de la bien llamada Palabra de Dios.
En el silencio, como el profeta Elías, el amigo de Cristo descubre que el Creador no se deja ver en el ruido y la furia, sino en "el susurro de una suave brisa" (cf. 1 Re 19,12).
Silencio o no, es el deseo del alma lo que importa al Señor".
Puesto que la fe cristiana es siempre una línea de cresta, el salmo que sigue al citado anteriormente en el Oficio de Vísperas es el 142, cuyas palabras iniciales suenan como una desautorización: "¡Con voz plena clamo al Señor! A plena voz imploro al Señor".
En una audiencia sobre la oración, el 21 de abril de 2021, el Papa Francisco insiste en este punto: "La primera oración humana es siempre una recitación vocal", antes de promover la recitación de oraciones como el Ave o el Pater que "nos llevan de la mano".
Un regalo del Creador a través de su Iglesia
Para el sucesor de Pedro, estas oraciones son una buena manera de evitar el orgullo. En particular, porque educan nuestra relación con Dios y nos recuerdan que esta relación es siempre un don del Creador a través de su Iglesia. Este es uno de los frutos de la liturgia, que impone a todos un rito que modela y objetiva el diálogo entre Dios y los hombres.
Silencio o no, lo que importa al Señor es el deseo del alma. Aunque sea silenciosa, la oración hipócrita y autosatisfecha del fariseo que "se paraba y oraba en sí mismo" (Lc 18,11) no agrada a Aquel que nunca ha expresado mejor el deseo de su corazón misericordioso que en la Cruz: "Tengo sed" (Jn 19,28).