Dice el Catecismo de la Iglesia católica que "la pena principal del infierno consiste en la separación eterna de Dios en quien únicamente puede tener el hombre la vida y la felicidad para las que ha sido creado y a las que aspira" (CIC 1035).
Sin embargo, la tradición y la teología católicas permiten identificar tres características principales de la Gehena que atormentarán para siempre a quienes tengan la desgracia de condenarse.
Vacío
El ser humano está hecho para el infinito. A imagen de su Creador, el ser humano necesita amar y ser amado, es una necesidad universal e ilimitada. Sin embargo, el infierno está vacío de amor, de todo bien, de todas las cosas bellas e interesantes.
Como una persona que se asfixia con una bolsa en la cabeza, el alma en el infierno se ahoga buscando el bien. Es un pánico eterno.
Como una persona hambrienta, obsesionada por la comida, el alma en el infierno se vuelve loca. El alma se agrieta y fragmenta, sabe que está hecha para el bien infinito, pero está anclada en el odio eterno.
Remordimiento
“El gusano que carcome y que nunca muere” es una imagen utilizada a menudo en la tradición católica para ilustrar los remordimientos del alma en el infierno. El recuerdo de los pecados, pero también el del sacrificio de Jesús, tan inmenso, pero que el alma en el infierno habrá hecho inútil.
Y todas las llamadas de Dios, todas las gracias que nos envió a lo largo de nuestra vida, que no habríamos sabido aprovechar, que habríamos rechazado, a las que habremos antepuesto los “tesoros en la tierra, donde la polilla y la herrumbre los consumen, y los ladrones perforan las paredes y los roban” (Mt 6, 19).
Eternidad
La eternidad fue creada para el cielo, para garantizar el descanso de las almas. Pero este concepto se aplica también al infierno:
“La trompeta de la justicia divina resuena eternamente en los infiernos; hace sonar estas terribles palabras a los condenados: siempre, siempre; jamás, jamás”, dice san Alfonso de Ligorio en El camino de la Salvación.
Temamos, pues, el infierno para nosotros y para los demás, y como santa Catalina de Siena, recemos por ellos depositando nuestra confianza en la Divina Misericordia:
“¿Cómo soportaría yo, Señor, que uno solo de los que has hecho como yo a tu imagen y semejanza, se pierda y escape de tus manos? No, de ningún modo quiero que ni uno solo de mis hermanos se pierda, ni uno solo de los que están unidos a mí por un nacimiento idéntico por la naturaleza y por la gracia”.